Más allá del 'corralito de piedra'
Cartagena de Indias une a su casco histórico barrios llenos de dinamismo
Cartagena es una de las ciudades más deslumbrantes que he visto. Qué pena que, en realidad, sea un espejismo. O quizá habría que decir que es una ficción, porque sí existe, aunque se trate de un lugar inventado.
Me refiero, claro, a la Cartagena rodeada por las sólidas murallas que construyeron los españoles para defenderse de los ataques de los corsarios ingleses. Todo en ella es hermoso, cálido, acogedor. Es la Cartagena que conocen la mayoría de los turistas, que rara vez salen del recinto amurallado, del llamado corralito de piedra, a no ser para ir a bailar a una de las discotecas de rumba abiertas a pocos pasos de la Puerta del Reloj, o para subir al castillo de San Felipe y contemplar desde lo alto la ciudad y el mar, como la contemplarían sus defensores durante los numerosos asedios a los que fue sometida.
Después de visitar sus calles coloniales y bailar una rumba en los locales junto a la Puerta del Reloj, un paseo por El Socorro y Bayunca, o las playas de Bocagrande o la Boquilla, muestran una cara distinta.
Ni el turista más exigente podrá reprochar nada a esta ciudad, que parece pensada para pasear despacio, sin apremio ninguno, y a cada paso hay algo que atrae la mirada: los colores de las fachadas -ocres, amarillos, terracotas-, las molduras, las columnas, los balcones de madera o de piedra; los pequeños parques, como el de la plaza de Bolívar, en los que se mezclan turistas y lugareños, al parecer sin nada más que hacer que conversar o aprovechar la sombra de los almendros; los patios de las mansiones coloniales, con sus arcadas y galerías barrocas; el teatro Heredia, "hermoso y cursi como un bolero" -así lo describió Joaquín Sabina-; la catedral barroca de San Pedro; el palacio de la Inquisición, hoy convertido en Museo de la Historia del Santo Oficio en Cartagena; por supuesto, el mar, a ser posible visto desde lo alto de la muralla; restaurantes para todos los gustos, donde comer desde las tradicionales arepas hasta un moderno mero con jengibre y hierbabuena; y por la noche, una brisa que te hace olvidar ir a la cama, te deja anclado a cualquier terraza, tomando una limonada de coco o un mojito.
Cartagena es el sueño de cualquier turista, porque además es una ciudad segura, de lo que se encargan los numerosos policías que patrullan sus calles, y la gente es tan amable, incluso cariñosa, que uno siempre tiene la impresión de ser demasiado brusco; nunca me había parecido tan seco y desabrido mi castellano.
Cartagena sería la ciudad perfecta si fuese una ciudad. Pero es más bien un hermoso museo al aire libre, del que los habitantes auténticos van desertando poco a poco. "Me da una nostalgia...", me dice Ladys, una amiga cartagenera. "Han cerrado casi todos los colegios. Y la gente que compra casas aquí es sólo para las vacaciones. Pero el resto del año las tienen vacías". No sólo García Márquez, muchos miembros de la burguesía bogotana y no pocos extranjeros hace tiempo que empezaron a comprar mansiones coloniales y a restaurarlas para pasar en ellas unas semanas al año.
Un mundo complejo y real
La ciudad auténtica, donde la gente vive y trabaja, se encuentra más allá de las murallas. Basta con recorrer el barrio adyacente de Getsemaní, aún dentro de las murallas, pero fuera del centro histórico restaurado, para encontrarse con un mundo más complejo, pero también más real. En Getsemaní hay arquitectura colonial, pero no es un barrio turístico, sino popular. Muchas de las casas son modestas o las han vuelto así el paso del tiempo y la falta de dinero para restaurarlas. Los habitantes se sientan por la noche fuera de sus casas a atrapar alguna brizna de brisa, los niños corretean por la calle, los edificios no se han convertido en museos ni en tiendas ni en bares, sino que a través de las puertas y ventanas abiertas se pueden ver cocinas, saloncitos, dormitorios. Es probable, sin embargo, que Getsemaní corra un destino parecido al del centro histórico; las casas más atractivas están siendo compradas y restauradas por extranjeros o colombianos de otras ciudades que las mantienen cerradas buena parte del año.
Pero no toda la ciudad tiene tanto encanto: algunas playas flanqueadas hoy por elevados edificios colmena justifican en parte lo que me dijo una amiga escritora antes de mi viaje: "¿Cartagena? Muy fea. Igual que Torremolinos". Quizá sea la única parte de la ciudad que vio.
Un término medio se encuentra en la isla de Manga: aquí el pasado y el presente se echan un pulso, la conservación del patrimonio enfrentada a la rentabilidad del suelo en medio de un tráfico intenso; bloques de apartamentos y edificios administrativos por un lado, y por otro, mansiones coloniales, rodeadas de un pequeño jardín, que recuerdan a algunas calles de El Vedado. Unas resisten y, restauradas, adornan este barrio residencial; otras son derribadas para dejar paso a edificios de varios pisos.
Y luego, como en cualquier gran ciudad, están esos barrios a los que ningún visitante va, a no ser que tenga algo que hacer allí; yo, por suerte, recibo una invitación del Off Off Festival -festival paralelo, pero no enfrentado, al Hay Festival, esa magnífica fiesta literaria en la que he tenido el privilegio de participar- para ir a dar alguna charla en barrios más populares, que no tienen otro encanto que el de sus habitantes. En El Socorro y en el corregimiento Bayunca, los dos que visito, se encuentra también la otra Cartagena, la que no sale en las postales ni en las guías turísticas, con infraestructura deficiente y escasos medios. "Está muy bien que vengan ustedes los escritores aquí a conversar con nosotros; nos motiva mucho su presencia. Pero ¿qué hacemos luego con la motivación?". Se sienten abandonados, miran con justificado rencor cómo los fondos para la cultura se van sobre todo a las zonas que menos los necesitan. Y, sin embargo, también en barrios así la gente siente orgullo de su ciudad. "¿Cuál es más bonita, la Cartagena de España o la de aquí?", me pregunta una niña de un grupo de colegialas con las que converso en El Socorro. "La de aquí, sin duda". Y todas rompen a aplaudir.
El contraste entre estos barrios y la Cartagena histórica es tan grande como entre las playas de Bocagrande y la Boquilla, un poco más allá de los lujosos hoteles que están construyendo al este de la ciudad, entre el Caribe y la Ciénaga de la Virgen: playa popular, rodeada de míseras barracas que poco a poco va derribando el desarrollo, frecuentada sobre todo por gente de la región -por eso se ve a pocos blancos tumbados al sol-, que van allí a bañarse o a comer pescado en alguno de los muchos chiringuitos que la bordean. Sin duda, el desarrollo turístico irá desplazando a la población menos acomodada; quizá no sería de lamentar si los verdaderos beneficiarios fuesen quienes allí viven. Pero rara vez es así. "¿Te has dado cuenta de quién está comprando todo?", me pregunta un periodista con el que converso en el avión. "Los españoles". Y no sé si me lo dice con complicidad o con acritud.
JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es autor de la novela Nunca pasa nada (Alfaguara)
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir<7b>- Iberia (902 400 500; www.iberia.com) vuela a Cartagena con una escala, ida y vuelta desde Madrid, a partir de 572,54 euros, tasas y gastos incluidos.- Avianca (902 02 66 55) viaja a Cartagena con una escala, ida y vuelta desde Madrid, a partir de 620,24 euros, precio final.- Mundicolor (www.mundicolor.es; en agencias) tiene paquetes de avión más cinco noches en Cartagena a partir de 1.051 euros.Información- Oficina de turismo de Cartagena de Indias (www.turismocartagena.com; 0057 5 660 15 83).- www.turismocolombia.com.
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