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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El señor Peris, présbita

Pasada la cuarentena, el señor Peris entró dócilmente en el club de la presbicia o vista cansada; esto es, en la dificultad para ver de cerca por pérdida de elasticidad del músculo ciliar y el cristalino. Hasta entonces había disfrutado de una vista excelente. No así sus hijos, afectados en grado vario por la miopía, el astigmatismo y la ambliopía (también llamada ojo vago). Fue en una de esas visitas tutelares a la óptica cuando Peris decidió afrontar su propia mengua. Le atendió una señora eficaz, en bata blanca y olor a rosas.

-¿Usted dónde trabaja?

-En la redacción de un diario.

-De manera que tanto lee papeles y toma notas como trabaja con el ordenador...

-Pues sí.

-Le convienen unas gafas progresivas. Acabará llevándolas de todos modos, más vale que se acostumbre desde ahora.

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-Pero de lejos veo bien. ¿Debo condenarme ya a mirar siempre a través de un cristal?

-Hágame caso.

Y el dócil Peris le hizo caso y se compró unas gafas progresivas Dolce & Gabbana que le costaron un pastón. En los días siguientes, luchó para acostumbrarse a su nueva mirada. En vano. Era como si las páginas de los diarios tuvieran el mal de san Vito. Sólo si las miraba frontalmente se estaban quietas, pero a la que espiaba con la cola del ojo el titular de la columna de al lado, empezaba el baile de márgenes. Mal asunto para alguien como él, que vivía instalado en la sospecha permanente de que la buena información siempre venía en la columna de al lado.

Las progresivas fueron progresivamente arrinconadas al fondo del cajón. Peris las substituyó por unas vistosas Martori de montura verde y 1,5 dioptrías que otra mujer de bata blanca y olor a rosas le había vendido en una farmacia. Estaba encantado con ellas. Tanto que llegó a tener un colorido regimiento de Martori: en el despacho, en el coche, en el dormitorio, incluso en el baño. Se rompían de vez en cuando, es cierto, pero sustituirlas era como ir a por leche en el supermercado y esa humildad de usar y tirar, tan contrapuesta a la arrogancia de las Dolce & Gabbana, complacía sobremanera a Peris. El hombre vivió así, feliz, unos años. Hasta que otra mujer de bata blanca y olor a rosas se cruzó en su camino.

Era la nueva farmacéutica del barrio. Peris le compró un par de Martori para renovar su parque óptico, y ella prudentemente calló, pero cuando volvió a por unas terceras la mujer, ya confiada, le reconvino amablemente.

-¿No cree que debería graduarse la vista? Estas gafas están bien para una emergencia, no para llevarlas siempre.

-Pero es que una vez me endilgaron unas progresivas que...

-Hágame caso.

Enfurruñado, Peris se fue a otra farmacia y se compró las Martori. Pero, al final, le pudo la mala conciencia -¡ah, esa debilidad por las batas blancas y el olor a rosas!- y, temeroso pero resuelto, se encaminó a una de esas grandes superficies de la vista que han surgido últimamente por la ciudad. Concretamente, a Grand Optical, en el Triangle. Allí fue atendido por Xita Salvadó, nieta e hija de ópticos. Olía a rosas, pero llevaba bata azul, detalle que animó a Peris a confesarle su peripecia.

-Pues si no se adapta a las progresivas no las lleve. Las de leer de toda la vida están muy bien.

Era la mujer con la que Peris había soñado desde el principio de esta historia. Lanzado, se atrevió a preguntarle si, aparte de las dos gafas Indo que le encargaba, no podría ella encontrarle unos impertinentes plegables para el bolsillo de la camisa, con el fin de no quedar nunca desarmado, ni siquiera cuando su abrigo dormitaba en la guardarropía del restaurante, el museo o el teatro. Sin asomo de choteo, Xita Salvadó le prometió que lo miraría. Al cabo de unos días, Peris recibía sus preciosas antiparras extraplanas de brazo desplegable, marca Lafont. Y también decidía que en adelante no haría caso a ninguna otra profesional que no llevara bata azul. Aunque oliera intensamente a rosas.

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