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Ambiciones

Josep Ramoneda

Hay dos maneras de bandear la noción de responsabilidad. Una es entender que el hombre es bueno por naturaleza y que son las circunstancias de la vida social las que lo pervierten. Es la idea de Rousseau. Otra es afirmar que todo lo que el hombre hace es conforme a la naturaleza de la que forma parte -si no fuera natural no podría hacerlo- y que, por tanto, nada puede ser imputado como crimen porque todo está inscrito en la destrucción creativa que gobierna el mundo. Es la del marqués de Sade. Por caminos opuestos, se llega a la misma conclusión: todo es posible, nadie es responsable. El gran valor de Sade es que visitó a fondo el espacio que la Ilustración tendió a dejar fuera de su campo de visión: la parte maldita, la cara oscura de una especie tentada siempre por el abuso de poder, ya sea en las relaciones privadas como en las públicas.

La ambición forma parte de las pasiones que niegan los límites porque en su esencia está no tener límites

La ambición forma parte de las pasiones que niegan los límites porque en su esencia está no tener límites. La ambición es uno de los disfraces de lo que Nietzsche llamó la voluntad de poder, que siempre quiere más. El drama de la ambición es, como explica muy bien el libro de Yasmina Reza sobre Sarkozy, que es insaciable. Todo objetivo alcanzado es un trampolín hacia otro y cuando ya no hay otro, no hay vida.

He visto estos días vacacionales tres películas sobre la ambición: American gangsters, Pozos de ambición y Las hermanas Bolena. La ambición seduce en unas sociedades construidas sobre el principio de la competencia a muerte, en que la ideología dominante cultiva el desprecio por el perdedor. La ambición contiene una pulsión autodestructiva muy agradecida para el relato cinematográfico y una atracción ambivalente -la quimera del éxito y el mito del más grande será la caída- que arrastra al espectador. La historia de una ambición es material útil para demostrar que también la creencia en que todo es posible tiene un punto catastrófico, porque conduce inexorablemente a un momento de ruptura con la realidad en que ésta se impone, lo cual permite calmar la ansiedad del espectador con un final que restaura la corrección moral, según pauta establecida por el cine americano.

Las ambiciones y los personajes no son los mismos. Daniel Plainview, el protagonista de Pozos de ambición -a mi juicio la mejor de las tres películas desde el punto de vista de la intensidad cinematográfica-, encarna la ambición sin fin ni objetivo, la ambición por la ambición en estado puro, en que el dinero sólo es el instrumento de medida, siempre más, porque, como dice al farsante que se hace pasar por su hermano, odia a sus semejantes, no soporta que alguien tenga éxito, que a otro le salgan bien las cosas. Todo lo que se cruce entre él y la ambición está hecho para ser demolido, incluso su propia dignidad, que humilla sin reparos ante una comunidad religiosa a la que se afilia para conseguir un oleoducto imprescindible para el éxito de su empresa.

Naturalmente, a nadie odiará tanto como al ambicioso predicador que le fuerza a la humillación, un siniestro personaje que encarna sin contemplaciones la relación entre cinismo, fanatismo y religión tan extendida en el universo norteamericano. Las dos ambiciones chocan en un desigual duelo a muerte final. Y ya no sorprenden, de tantas veces que uno lo ha visto, esta tendencia del cine a presentar la ambición desmedida y el fanatismo religioso como figuras fundacionales de la nación norteamericana.

La ambición de Frank Lucas, el protagonista de American gangsters, es una ambición aprendida. Es, por tanto, mucho más racional y calculadora. El aprendizaje lo ha hecho en Harlem, siendo chófer de uno de los capos del barrio. Y así ha brotado la ambición de hacerse con el control de Harlem. Ningún resorte de la corrupción se le escapa, y en especial el dominio de los policías, siempre dispuestos a un apaño porque "las cosas son como son". El choque con el policía bueno, el incorruptible, el que vive en la ambición del bien, tiene algo de redención. La ambición aprendida resulta ser más permeable que la ambición del que la lleva tan puesta que nunca ha conseguido objetivarla mínimamente. Frank y el policía bueno encuentran un enemigo común: los policías corruptos a los que uno y otro detestan, aunque sea por razones opuestas. Es el pacto entre ambiciones, que permite reducir los años de cárcel a Frank, y sacar a un montón de corruptos de la policía, lo que hace que al final, una vez más, el orden moral se reestablezca.

El indomable petrolero de Pozos de ambición -incapaz de gobernar la pasión- necesita para su precario equilibrio el apoyo de algo que represente una familia, la suya, totalmente desmembrada: un hijo que no lo es; un hermano que no lo es. Cuando se queda sin ellos, se estrella definitivamente. El protagonista de American gangsters sigue la lógica del clan. La familia, la tribu, como coartada en nombre de la cual todo se justifica, todo está permitido.

Precisamente es la familia de los Bolena la que construye el tercer modelo de ambición: la ambición inducida. En un contexto y circunstancias totalmente distintas, la Inglaterra del rey Enrique que rompió con Roma arrastrado por la fuerza de la seducción, la ambición también engulle a quien la lleva más allá de lo razonable. La familia Bolena utiliza las hijas para ganar una posición en la aristocracia británica. Ana, la más ambiciosa de ellas, la que traiciona a su propia hermana en nombre del interés del clan, acaba en la guillotina. María, la que trata de salvar a su hermana en todo momento, porque si la matan "matan a una mitad de ella misma", encuentra la paz en un castillo en el campo, lejos del poder y la conspiración. El amor verdadero triunfa sobre el cuerpo como instrumento de la ambición. La moralina acude siempre rauda a poner el punto final a las historias de la ambición.

Pero lo más interesante es la extrema vulnerabilidad del ambicioso, que pone de manifiesto esta necesidad permanente del hijo, del clan, de la familia, apoyo y realidad superior que se utiliza para justificar que para el bien de la tribu todo es posible. Sade lo tiene claro: la naturaleza como coartada del crimen.

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