Ecuador y el síndrome de Falcón
Juan Falcón Sandoval sólo medía un metro y cincuenta y dos centímetros de estatura, pero era robusto y de anchas espaldas. Nació en 1912 en un pueblo de los Andes y nadie lo recordaría si no fuera por una proeza que lo hizo entrañable en el imaginario de la literatura ecuatoriana. Durante una década cargó a un hombre que no podía caminar y que, además, se trataba de uno de los escritores ecuatorianos más politizados de la primera mitad del siglo XX: Joaquín Gallegos Lara. Tan entrañable ha sido la figura de Falcón, que Jorge Enrique Adoum lo retrató en su novela Entre Marx y una mujer desnuda y Camilo Luzuriaga en la película homónima de 1996. En un momento de la película de Luzuriaga, se le pregunta a Falcón por qué carga al escritor y no busca otro trabajo, y Falcón responde: "Porque cargándolo uno se siente importante".
Vi esta película probablemente el año 1997, cuando vivía en Lima. Comprendí con un estremecimiento por qué me había marchado de Ecuador sin tantos reparos y había tomado distancia, en aquel entonces, de la literatura ecuatoriana. La respuesta de Falcón me permitía entender algo que yo había percibido en la literatura de mi país a lo largo de la mitad del siglo XX. Todavía daba coletazos una larga estela de la ideología marxista por la que, sin que constara como regla escrita, el escritor debía sentirse obligado al retrato de su país con una finalidad reivindicativa, simplificando instrumentalmente su obra. La literatura, bajo ese punto de vista, debe ser útil e importante, debe ser seria. A esa autocensura la denominé, un poco en broma, el síndrome de Falcón: el escritor ecuatoriano debía cargar, como Falcón, una agenda secreta y no declarada para su literatura. Cualquier transgresión a esa regla no escrita fue vista como una deserción alucinada, un desvío burgués o una pretensión cosmopolita. Curiosamente así fueron tratados los casos de Pablo Palacio y Alfredo Gangotena. Precisamente Gallegos Lara desautorizó la obra de Palacio, hoy considerado el mayor escritor vanguardista de Ecuador.
Le ha tomado mucho tiempo a la literatura ecuatoriana librarse de ese peso, de un código, por cierto, marcadamente realista. Desde hace algunos años, varios escritores ecuatorianos han trabajado en la superación de ese síndrome: no querían sentirse utilizados ni ser representativos, sino ser, sobre todo, escritores. Asumieron lo que Naipaul ha remarcado como la cualidad de la narrativa: una transformación completa de la experiencia. Los nacionalismos no quieren transformaciones individuales, sino representaciones funcionales (y, de ser posible, simbólicas) de elementos arcaicos y puros. Se plantean urgencias identitarias marginando precisamente la mayor prueba de identidad: la capacidad de crítica.
Sin embargo, lo que prometía acabarse en Ecuador ha vuelto con el lenguaje propagandístico del actual presidente, Rafael Correa. La retórica de Correa anuncia en sus cadenas nacionales que "la Patria ya es de todos", que "ha vuelto la Patria" o que "ha nacido la Patria". Con este último lema se ha llegado a teatralizaciones como la de haber colocado en un mitin político una bandera ecuatoriana en medio de una cuna y alzarla en hombros. Allí uno no sabe si reír o ponerse a llorar. Correa remite demagógicamente a la Patria y promete un paraíso. Al mismo tiempo sataniza a los periodistas críticos y prohíbe a funcionarios del Gobierno ecuatoriano presentarse en determinados noticieros, como el del periodista Carlos Vera. Incluso expulsa a los periodistas de las ruedas de prensa o los insulta. A pesar de esa retórica nacionalista y de no corregir errores a partir de la crítica interna, Correa acata la intromisión exaltadora de Chávez, tal como ocurrió en el conflicto fronterizo entre Colombia y Ecuador. Con todo esto no puedo menos que pensar que esa "Patria" ya no es de sus ciudadanos, sino que de todo el mundo: de Estados Unidos (conviene recordar que la moneda de Ecuador sigue siendo el dólar), de las violaciones de Correa a todos los mecanismos legales para disolver el Congreso y reformar la Constitución, y de lo que es mucho más grave: de las toleradas incursiones de las FARC de acuerdo a lo que pueda dictar Chávez desde Caracas.
El síndrome de Falcón vuelve de mil maneras y más allá de la literatura. En realidad, no está datado histórica ni geográficamente: es una recurrente perversión nacionalista de autocensura que asume distintos rostros. Lo he visto, a su manera velada, en otros países con sus particulares polémicas de radicales sobre quién pertenece de oficio (o de sangre) y quién no, sobre qué lengua se defiende, se ataca o se ningunea. Esto afecta al escritor haciéndole creer que es el vocero de algo superior como una nación, que lo valida, y de la que se siente representante, y que a largo plazo termina debilitando su propia obra. El escritor, en realidad, es el vocero de su propia palabra transformada. Una palabra que está ubicada en un margen de perplejidad y duda, y a veces de silencio, para que el lector pueda complementar lo que se le sugiere. Por lo tanto es siempre sospechosa porque no busca ser oficial, porque es paradójica y, sobre todo, porque es una ficción. -
Leonardo Valencia (Guayaquil, Ecuador, 1969) ha publicado recientemente El libro flotante de Caytran Dölphin (Funambulista). Participó en Bogotá 39 como uno de los escritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años. www.leonardovalencia.com
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