China
Asistimos a un espectáculo sensacional, único en nuestras vidas: el florecimiento de un imperio. No se veía algo parecido desde inicios del siglo XX, cuando el imperio industrial americano y el imperio onírico soviético irrumpieron en el mundo. China es el nuevo fenómeno planetario. El futuro. Podemos ignorarlo, por supuesto; no hay problema, basta con que consumamos sus productos.
Este tipo de acontecimiento grandioso, de gran respiro y proyección ilimitada, suele revelar los límites del servicio periodístico. Puede parecer paradójico, porque las grandes noticias son el negocio de la prensa. Sin embargo, los medios de comunicación miran con ojo de pez: cubren un gran espectro, pero sólo pueden entrar a matar (si las miradas matasen, que no) bajo el cobijo de un titular seco, apabullante, efímero a ser posible. Un gran atentado, un fallecimiento ilustre.
Y eso, con límites, porque hay que dar también espacio al fútbol, la política, las películas, menos importantes que China, y a la vez más interesantes: nos reconocemos en ellas.
La cosa china es demasiado obvia, demasiado extensa, demasiado duradera. Empezamos a percibir su sombra (Darfur, Myanmar), sus pisadas (Nepal), su apetito (el consumo fabuloso de materias primas), pero se nos escapa la morfología detallada de la bestia. No nos es familiar. Uiguristán (descubrí la región en el gran Bastenier de ayer) nos resulta tan exótico como Nueva Jersey a nuestros abuelos.
El otro gran límite del servicio periodístico se encuentra en el público. El consumidor de noticias considera interesante aquello que ya conoce. A más cercanía y familiaridad, más interés. El prodigio chino estalla demasiado lejos. Es posible que la gran noticia de nuestras vidas sólo sea apreciada por nuestros hijos.
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