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Columna
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Habrá toros

No estoy a favor ni en contra, sino todo lo contrario, de las corridas de toros. Escucho con interés los argumentos de sus defensores, siempre más complejos y eruditos que los de sus detractores, argumentos que han dado lugar a un género enciclopédico, el de "la defensa del toreo", en el que uno puede perderse y disfrutar sin descanso. Al margen del hecho mismo, por lo tanto, un hecho que hasta puede resultar vomitivo, el toreo es capaz de deparar placeres, aunque sean de papel, circunstancia que lo aleja de otros espectáculos con los que suelen emparejarlo sus detractores. Como a los ateos que hallan un placer supremo en la lectura de san Agustín, así me ocurre a mí con el toreo, si bien he de aducir que los argumentos protaurinos acaban siempre cayendo en el espesor del mito. Aclaro, para que esta impresión no resulte desacreditadora, que no estoy muy seguro de que los seres humanos podamos valernos con la sola razón y la libertad como dotación exclusiva. En definitiva, ni a favor ni en contra, topo no obstante con el escollo de la crueldad, algo de lo que no puede escapar un espectáculo que hace de gozne entre representación y vida. Eso sí, con lo que no transijo es con los argumentos patrióticos.

Nadie dijo que aquí existiera una afición poderosa que echaba de menos la plaza

San Sebastián, 1998, Semana Grande. Se inaugura la nueva plaza de toros de Illumbe, casi 25 años después de que el 2 de septiembre de 1973 se celebrara la última corrida en la antigua y ya derruida plaza del Chofre. Tras un cuarto de siglo sin toros, y sin que la población diera muestras aparentes de que los echara de menos, los antitaurinos podían sentirse orgullosos de vivir en una ciudad que había sabido liberarse de la "barbarie". Si fue seguramente el negocio el que la desterró, bienaventurado él, que había permitido cerrar un capítulo que parecía impensable que pudiera volver. Pero volvió, y lo hizo con polémica. Si no recuerdo mal, el argumento a favor estuvo guiado por la añoranza, un argumento muy elíptico, pero que seguramente era el único admisible. Nadie dijo, o al menos no lo recuerdo, que aquí existiera una afición poderosa que echaba de menos la plaza y la necesitaba. No, se recurrió a nuestra alicaída Semana Grande y a sus esplendores de antaño, esplendores con los que algo tenía que ver la corrida. Había que revitalizar unas fiestas, y una ciudad, en declive, y así fue que si el negocio la tumbó, fue también el negocio el que la restauró. Salíamos de los años de plomo, y éste era un síntoma más de ello. Lo malo era que la iniciativa nacía marcada por el tono plomizo, esquinada, como no podía ser de otra forma, dado que lo que se pretendía construir era ni más ni menos que "territorio España".

Argumentos patrióticos y argumentos ecológicos se confundían entre los oponentes frente a un sector de la población -en ocasiones igual de patriota- cada vez menos inhibido en su deseo de contar con un coso taurino. La solución que se adoptó fue salomónica y creo que fue un error. Habría plaza si la iniciativa privada estaba dispuesta a construirla, una solución tan elíptica como todos los argumentos que se esgrimieron para promocionarla, causa posible de los avatares posteriores que ahora salen a la luz.

Las instituciones públicas parecían desentenderse de una iniciativa de la que, como parecen demostrar los hechos, no podían desentenderse en absoluto. En lugar de enfrentarse al toro abiertamente, lo hicieron con subterfugios, que suelen terminar siempre en lo que se llaman irregularidades. Una empresa adquiere unos terrenos por 200 millones para venderlos un mes después por 300 (cien de ganancia mensual) a otra empresa que los cede al Ayuntamiento a cambio de una modificación del volumen de edificabilidad de, etcétera. Era evidente que el negocio requería de la intervención de los poderes públicos y que el negocio podía ser catalogado como bien común. Si así era, ¿por qué los poderes públicos actuaron de forma tan pacata y dijeron sí como queriendo decir no, en lugar de decir sí abiertamente, y actuar en consecuencia, o decir no y adoptar las medidas pertinentes? Trato de ser comprensivo con los años de plomo y la alucinación ideológica en que nos sumieron. Sólo deseo que esa alucinación haya finalizado ya.

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