"Todos dormimos a golpe de pastillas"
Los vecinos que vivieron la tragedia de La Verneda afrontan las secuelas sin apoyo psicológico - Expertos critican la falta de seguimiento personalizado
La explosión provocada de un inmueble de Barcelona, en la que tres personas perdieron la vida, no ocurrió sólo el pasado lunes. Jenny Bueno, vecina del séptimo primera, la revive cada noche, cuando llega el momento de acostarse en la fría habitación del hotel donde el Ayuntamiento acoge a 43 de los 91 inquilinos desalojados. "Durante el día estamos bien. El problema es cuando llega la noche", explica Jenny. Entonces, Jorge, el chaval de 14 años que se pasea cabizbajo por el salón restaurante, se le acerca para susurrarle al oído que no puede dormir. Sus otras dos hijas se arremolinan junto a ellos para arroparse en un abrazo. Y Jenny estira el brazo para encender la luz que dé descanso a su hijo ante el trauma de un estallido que no se deja olvidar.
"Cuando vuelvo al piso se me revuelven las tripas", dice una vecina
"Es una reacción normal. Las víctimas oscilan entre el 'aquí no ha pasado nada' y el 'no me lo creo'", apunta Sara Bosch, psicóloga jefe de la asociación catalana de víctimas del terrorismo y experta en tratar experiencias traumáticas. "Por eso padecen reacciones tan agudas", concluye. Nadie le ha contado eso a Jenny. Tampoco a Alicia de Castro, oficinista treintañera del quinto tercera, a quien de poco le sirven los arrumacos. "La primera noche no dormí. Hoy un poco, porque tomé medicamentos. Aquí todos los vecinos dormimos a golpe de pastillas", subraya. Entre las noches y los viajes a casa para recuperar sus pertenencias, los afectados siguen bajo los efectos de la deflagración. "Cuando vuelvo al piso se me revuelven las tripas. Ya no lloro, porque he agotado todas las lágrimas", cuenta Alicia antes de asegurar que nadie le ha ofrecido ningún tipo de apoyo, pese a que estuvo a punto de huir del fuego tirándose por la ventana. "Necesitan a alguien que les guíe, aunque no quieran reconocerlo. Hace falta que alguien esté con ellos en el hotel en su día a día", razona María Luisa Rodríguez, directora del área de servicios de Horta que gestionó la atención psicológica cuando se produjo el derrumbe del Carmel, en 2005. Entonces los servicios de atención se desplazaron al hotel para ayudar a las víctimas a asimilar su situación. Tres años después, el mismo hotel está desierto de asistentes. No hay psicólogo que vele por los ánimos de los vecinos cuando se reúnen al anochecer para desfogarse contra Anna Moreno, presunta autora de la explosión. Bosch y Rodríguez entienden que esta situación, agravada por el rencor hacia Moreno, exige un dispositivo especial.
Jesús Uriarte, del séptimo cuarta, fue el último vecino en subir a la grúa que debía sacarle del edificio en llamas. Se queja porque en el hotel tiene demasiado tiempo para reflexionar. No hace falta decir en qué piensa. "Al menos salvamos el pellejo", explica. Asegura que está bien, pero su hija, venida de visita, es más sincera: "Están agarrotados. Me han dicho que no pueden dormir". Jesús asegura que les trataron bien, pero no recuerda ningún asistente. El Ayuntamiento aportó cuatro psicólogos durante los tres primeros días. Se instalaron en una sala del centro cívico La Palmera, recinto que los vecinos emplearon como sala de reuniones entre el lunes y el martes. Portavoces del Consistorio subrayaron que los psicólogos estaban allí, a disposición del que lo solicitara. "Eso no sirve de nada: hay que ir a por ellos, no esperar a que vengan", replica Fernández. A Jenny sólo le dieron un número de teléfono. Alicia no vio ninguna sala. "Ni lo sabía ni nadie me avisó", dice. Maite Rivero, del sexto cuarta, tampoco encontró ayuda. "Y a mi hermano le habría hecho falta, estaba muy afectado", recuerda.
Esa sala, según Bosch, empeora las cosas. "Les hace pensar que tienen asistencia, cuando apenas hay nada, no se les trata de forma personalizada", explica. Antonio Vilches, del cuarto cuarta, lo corrobora. "Había una sala con psicólogos para quien quisiera", dice. Él no acudió. Y eso que pasa las noches sin pastillas, pero fuma medio paquete antes de tumbarse en la cama. "Es que ha sido muy fuerte", asiente. A Antonio le duele pensar en la mañana del lunes, cuando desde la calle hablaba con su hijo por el móvil. "Papá", le gritaba, "que veo la llama por la rejilla de la puerta. Que de ésta no salimos". La escena aún le impide dormir. "Pero eso un psicólogo tampoco me lo quitará", dice.
"Creen que no están enfermos. Es cierto, pero han sufrido una tragedia anormal que requiere ayuda o puede agravarse", contrapone Bosch. Porque, asegura, a Antonio ya no se le borrará el miedo ante el tufo a madera quemada, el crepitar de las llamas o el recuerdo del móvil por el que creyó oír morir a su hijo.
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