El PNV tiene un problema
La tradicional división de responsabilidades impuesta en el PNV entre el presidente del partido y el lehendakari del Gobierno sigue teniendo hoy los mismos problemas funcionales que siempre. Pero durante muchos años ese reparto de tareas resultó de gran utilidad y rindió notables dividendos al nacionalismo institucional. Dicho de forma esquemática, la voz y la mirada del lehendakari se dirigían al conjunto de la sociedad y la acción de su Gobierno estaba enfocada a atender las necesidades del común de los ciudadanos. Por su parte, el presidente del partido asumía el papel de guía de la comunidad nacionalista y guardián de las esencias, con la misión de fijar el rumbo más adecuado en cada momento, pero evitando la desnaturalización de la doctrina heredada.
Hasta ahora la contradicción de los discursos se resolvía con ganancias
Este modelo de funcionamiento, con la poderosa ayuda de otros factores sociopolíticos -principalmente la violencia de ETA-, le han dado al PNV la hegemonía durante tres décadas, tras recibir el apoyo de muchos electores que difícilmente encajarían en los parámetros del buen nacionalista. Pese a algunos costes -algunos tan graves como la defenestración de Garaikoetxea-, la contradicción de sus discursos se resolvía en el PNV con ganancias. Lejos de estallar en la contradicción y anular sus efectos, la conjugación de pragmatismo y radicalidad, de moderación y esencialismo, que en el pasado representaron Ardanza y Arzalluz, resultaron complementarios y permitieron conseguir la cuadratura del círculo: apalancar al PNV en el centro del campo político y darle una representación electoral que rebasa ampliamente su perímetro ideológico
Sin embargo, el tortuoso camino de vuelta de Lizarra ha alterado profundamente la praxis del PNV, salvado in extremis en 2001 por Ibarretxe de perder el poder. Es posible que en aquella victoria electoral deslumbradora descansen algunas de las claves que explican la desasosegante derrota del domingo y los avisos no atendidos de elecciones precedentes.
En Lizarra, el PNV del último Arzalluz puso a las instituciones en cabeza de la cabalgada soberanista, e Ibarretxe no ha hecho sino llevar esa lógica hasta el final. Desde 2001, la sacramental distribución de funciones fijada en sus estatutos es una entelequia. Quien ha marcado el rumbo del PNV a partir de entonces ha sido el lehendakari, primero con la complacencia de un Arzalluz en retirada y, más recientemente, con el resignado acatamiento de sus sucesores.
La envergadura del cambio pudo percibirse con exactitud durante la etapa de Josu Jon Imaz al frente del Euzkadi Buru Batzar. El mensaje del ex presidente del PNV hablaba de apertura ideológica, reconocimiento de la pluralidad e integración de las diferencias, y encontraba un amplio eco en sectores de la sociedad vasca no nacionalistas. Por el contrario, el discurso del lehendakari y su Gobierno cerraba el foco en satisfacer unas aspiraciones soberanistas que ni siquiera siente la totalidad de su partido.
Como consecuencia de esta inversión de papeles se ha operado la unificación del liderazgo y la estrategia del nacionalismo institucional, pero en manos de la persona que está al frente del Gobierno, como se comprobó el pasado verano con la retirada de Imaz del campo para no abrir una crisis que quizás sea inevitable. Y en este punto llegan los resultados electorales del pasado domingo.
Lo que dicen, más allá de los números y de proyecciones forzadas, es que el menú programático que el PNV ha puesto durante los últimos años sobre la mesa no resulta del gusto de una gran parte de los ciudadanos. Que la mayoría ve el "derecho de decisión" unilateral y el desafío de la consulta a toda costa más como problema que como solución, y desde luego, no como una necesidad imperiosa.
En unas circunstancias normales, un revolcón como el del domingo se quedaría en un serio aviso del electorado, susceptible de reconducirse en el año que queda para las autonómicas de 2009. El problema para el PNV es que se encuentra atado por la inercia de la última década y dividido internamente sobre el camino que debe tomar. Con el agravante de que la persona que ha marcado esa estrategia no parece verla como peligrosa y puso en marcha en septiembre pasado un calendario de complicada desactivación.
El reloj está corriendo hacia la cita parlamentaria fijada para junio y, si Ibarretxe se niega a leer la realidad, el PNV va a tener que afrontar a corto plazo dilemas muy dolorosos para una formación que está en trance de dejar de ser más que un partido. Esa suerte de decisiones en las que se pone en juego la unidad de la organización o la conservación del poder.
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