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Columna
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'Neurovisión'

Señoras y señores, como todos ustedes saben, se va a celebrar el indefinible Festival de Eurovisión, famoso en el mundo entero por haber aportado absolutamente nada a la música popular durante décadas. Ahí sigue, inasequible al desaliento, por motivos difíciles de comprender. Por lo que respecta a Madrid, y acaso a toda España, la rastrera tonada de este año, el sonrojante Chikichiki, se puede convertir de inmediato en la pachanga neurótica de nuestras verbenas, dejando en la estacada a talentos tan reputados como Georgie Dann, Luis Aguilé, Palito Ortega o Juanito Chocolatero. El negocio es seguro. La alegre insensatez del vulgo traga con lo que sea porque le importa todo un rábano. Malos tiempos para la Ilustración y la delicadeza.

Los peluqueros, al menos en Madrid, son los que más tajada están sacando de la cosa. Ciudadanos de mente compleja piden vez en las barberías para que les planten en toda la cocorota un emplasto similar al de Rodolfo Chikilicuatre (hay quien dice que es un espía infiltrado para acabar con Eurovisión de una vez por todas): peluquín cual caca barroca de vaca, pero con gomina; patillas que darían vergüenza ajena al mismísimo José María El Tempranillo. Esos seres de otro mundo aparcan en las tabernas con su tupé engominado y pretenden instruir a toda la barra acerca del maiquelyacson y otros ritmos igualmente estúpidos. Resultan, quizá, graciosos dos o tres minutos. Pasado ese tiempo, hastío y bostezo. La gente escapa al trote.

El realismo friki es un movimiento estúpido y cruel. Madrid, como capital, acoge a lo más granado del género, que se buscan la vida entre televisiones y mamoneo cutre. El fenómeno friki está protagonizado por tontos (o que se lo hacen) y controlado por listillos. Pretenden conseguir que la gente no se acerque a los tontos más que para reírse de ellos, no con ellos, como con cualquier otra persona. El frikismo es inhumano y aburrido. Nos están tomando el tupé.

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