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Columna
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Alarma

Van a instalar más cámaras televisivas callejeras, vigilantes, en la Semana Santa de Sevilla, por la seguridad de los vigilados, supongo, inocentes y sospechosos todos, mientras no se demuestre lo contrario. La prevención es preferible a la represión, pero la videovigilancia registra ya, y cada vez más, la película de nuestras vidas, el paseo desde la casa hasta el cajero automático, y la visita a las tiendas y los bares, aliadas las instituciones privadas y públicas, fundidas las policías del Estado y las de los particulares en una red de control universal. El aumento de seguridad protege los derechos ciudadanos, dicen, aunque vayamos olvidando el derecho fundamental a la vida privada.

El ojo electrónico que todo lo ve parece incoherente con la tropa de enmascarados, encapirotados y cubiertos de pies a cabeza, incluso enguantados, de las procesiones. Será difícil que la cámara capte ese mínimo tatuaje en la muñeca del atracador que conducirá indefectiblemente a su detención. No importa: seguro que los penitentes usan el teléfono móvil con la mano que les deja libre el cirio procesional, y los móviles son un registro infalible de intimidades, palabras, mensajes y movimientos. Estamos protagonizando la extinción de la vida privada. Es grande el pavor al delito, al terrorismo, a la pedofilia. Ha avanzado bastante la invasión detectivesca de los ordenadores privados, y no sé si los jueces prestan hoy igual atención a las intromisiones policiales en la red que a las escuchas telefónicas.

El miedo es un valor electoral, o así lo han considerado en la última campaña los principales candidatos. El socialista alardeaba de haber creado más policías que el popular. El Estado es la divinidad creadora de policías. Nadie preguntó si es que había más crímenes antes, con menos policías, que ahora, con más policías. La seguridad es un sentimiento, una emoción que germina en el miedo a los cuartos oscuros de la infancia, y la campaña electoral fue muy pasional, muy peleada, aunque el ansia de seguridad una mucho. La derecha y la izquierda propugnaban lo mismo: más cárcel, un código penal más duro, más policías. Además de ser un sentimiento, la seguridad es un negocio de aparatos electrónicos audiovisuales, armamento, nóminas y equipamiento del personal. Por aquí de vez en cuando vuelve el sueño de armar a 10.000 policías autonómicos andaluces.

Puesto que las personas honradas no tienen nada que temer, pronto recibiremos el ofrecimiento de instalar videocámaras en las casas, con vigilancia añadida de todos los ordenadores y todos los teléfonos. Los que se nieguen a tales ventajas protectoras demostrarán que algo esconden, que rechazan la sociedad transparente, el colmo de la democracia, todos en la casa y en la cabeza de todos. Existe ya un exhibicionismo de la vida privada, en programas de televisión y blogs de Internet que funcionan como diarios íntimos en público. Los primeros invasores de nuestra vida privada somos nosotros mismos, y el caso más sintomático es el de esos delincuentes juveniles que graban sus malos pasos, como si quisiera ser protagonistas absolutos de su propia videovigilancia.

Detuvo el otro día la policía en Málaga a unos cuantos agentes de unidades especiales contra el crimen organizado. La Costa del Sol ha ejercido desde su invención un atractivo especial sobre los malhechores de moda. Así como en la posguerra mundial atraía a los jerarcas nazis que huían de los aliados, ahora les gusta a los traficantes de drogas y armas. Supuestamente, como informaba Francisco Mercado el viernes en estas páginas, los policías detenidos registraban casas sin permiso del juez, grababan conversaciones e imágenes, y comerciaban con el producto de sus investigaciones. Esto me ha recordado el alcance real de la industria del espionaje, por nuestra seguridad, tal como me avisa el cartel que leo sobre el cajero automático.

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