La crítica de la crítica
Muy joven, Tzvetan Todorov llegó a París procedente de Bulgaria y pronto se convirtió en un brillante expositor y defensor de algunas de las claves críticas del estructuralismo, siempre de la mano de su mentor y maestro Roland Barthes, entonces el rey indiscutido de aquella alegre y confiada camada de críticos y pensadores que quisieron aplicar al conocimiento de la literatura los descubrimientos del pensamiento lingüístico de Saussure y del antropólogo Levi-Strauss (sin olvidar el deslumbramiento que ejercieron sobre ellos las brillantísimas ideas y métodos de jóvenes rusos de comienzos del siglo XX como Roman Jakobson o Victor Slovski, a quienes Todorov, precisamente, dio a conocer en Occidente). De aquella época proceden libros clásicos de Todorov como Gramática del Decamerón, Poética de la prosa, Introducción a la literatura fantástica, dedicados al estudio de la literatura narrativa. Sin embargo, pronto el propio Todorov se dio cuenta del callejón sin salida de aquellas propuestas tan unívocamente formalistas y se escoró poco a poco a otros territorios que le prepararon el salto para su casi definitiva huida de la crítica literaria. Libros como Teorías del símbolo o el dedicado al gran Mijaíl Bajtin avisaron ya del descontento pero no de la defección absoluta. Ésta acabó de producirse al fin y Todorov apenas volvió a escribir crítica y dejó para los profesores la aplicación aburrida de sus aportaciones. Lo que sí escribió Todorov después de su deserción fueron libros de un género mixto afín a la historia de las ideas, a la antropología, a la historia y, en cierto modo, a la filosofía (El jardín imperfecto es uno de ellos, que recomiendo).
La aparición de Los aventureros del absoluto supone, en cierto modo, un retorno a la crítica pero sin abandonar el amplio marco que citábamos antes. Pero esta crítica, por suerte, ya no tiene nada que ver con la de los viejos tiempos de aquellas juveniles radiografías gramaticales de la narración. Ahora Todorov pone en práctica una especie de crítica ¡biográfica!, el no va más tanto para los que miren hacia atrás con nostalgia de estructuras y narratologías como para los que miren adelante con las mochilas llenas de audacias neodeconstructivas o cosa parecida. Todorov, casi como un Samuel Johnson afrancesado, hurga en las vidas de tres buscadores del absoluto, Oscar Wilde, R. M. Rilke y Marina Tsvietáieva. Los tres grandes escritores y los tres grandes fracasados en la vida. ¿La culpa? Su adicción al pensamiento dualista, en su caso de estirpe romántica. Las fronteras infranqueables entre opciones irreconciliables como vida y obra les llevaron, por distintos caminos, a la infelicidad total aunque también al grado sumo del arte literario. Todorov rastrea en su vida el desarrollo de esas dualidades, alimentándose, sobre todo, de los testimonios biográficos de los citados escritores (cartas escritas a amigos o revelaciones de allegados). Y, al final del libro, arguye las razones históricas de esos dualismos destructivos. Aquí aparecen, para apuntalar sus argumentos, figuras geniales como los primeros románticos alemanes, Baudelaire y Wagner, Flaubert y George Sand, Dostoievski y sus personajes y con ellos ilustra el devenir de esos absolutos compatibles con el arte pero tal vez no con la vida.
La conclusión, al fin, es casi una recomendación: la vida es un valor absoluto que no debe ser sacrificado por ningún fin que la trascienda. En ella misma, en sus potencialidades más expansivas y fortalecedoras de lo humano en sí y de lo estético no necesariamente artístico, está esa absolutidad que negaron los que necesitaron acorralarla para afirmar el arte. Por tanto, vivamos esa vida y no renunciemos al arte, es decir, rompamos el dualismo que las enfrenta y conciliémoslas en una suerte de armonía puede que frágil pero también esencialmente humana. En resumidas cuentas, libro excelente y libre, antiguo y nuevo a la vez, seductor y ensayístico, cálido y ético, como los mejores libros de crítica de cualquier tiempo y lugar.
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