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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hay un mundo mejor, pero es caro

Quiere el tópico que Petritxol huela a chocolate y humedad. Seguramente es la travesía más pintoresca del casco antiguo, con sus azulejos y sus viejas lecherías donde antaño, a los niños, se nos recompensaban las buenas notas con una merendola en la granja Pallarés o en el Dulcinea. Aquí vivió Moratín, trabajó Montserrat Caballé e hizo Picasso su primera exposición, amén de ser la primera calle peatonal que tuvo Barcelona. No obstante, hoy me gustaría hablarles de uno de sus inmuebles -concretamente del número 4-, conocido por la placa que en 1938 -poco antes de empezar la batalla del Ebro- le dedicaron al dramaturgo Àngel Guimerà, por ser éste el lugar donde murió.

La casa Fontrodona -pues ese es su nombre- es un edificio de 1847, construido por Miquel Garriga i Roca, el arquitecto que ese mismo año terminó el Liceo. En esta ocasión, dibujó una finca de portal alto y anchas balconadas, cuyas dimensiones reales quedan ensombrecidas por la estrecha calle de Petritxol. El lector quizá la reconozca por los relieves de terracota de su fachada o por las tiendas de sus bajos. Para mí -he de confesarlo- es un lugar con el que mantengo una relación muy especial, pues, hace años, fui uno de sus inquilinos.

Contaban las vecinas más antiguas que, cuando aquí vivía el farmacéutico Guimerà, le oían llegar muchas noches un poco achispado, arropado por sus colegas de tertulia, que no se separaban de él hasta haberse cerciorado de que ya estaba en casa. Para ello, el conocido escritor salía al balcón y despedía -cual alcalde en ayuntamiento rural- a sus amigos de farra. Decían también que aquél era el domicilio de Pere Aldavert (a su vez, con placa dedicada en la fachada); el poeta modernista que -durante sus últimos 40 años- le cedió un cuarto a Guimerà para que así pudiese estar más cerca de su farmacia, en la plaza del Pi.

De mi estancia en aquel lugar guardo el recuerdo de su sinuosa escalera y de la caprichosa distribución de sus viviendas, que no habían conocido grandes reformas desde el día en que las habitaron sus primeros moradores. Aquel piso, compartido con otros antropólogos -en una extraña comuna dedicada a redactar enciclopedias-, era un vasto espacio de grandes dormitorios, cocina con leñero y chimenea en el comedor que -algunas tardes de invierno- se encendía con madera encontrada en la basura. Como era común en el siglo XIX, mientras las salas eran de tamaño descomunal, el retrete era un minúsculo habitáculo que quedaba escondido detrás de la puerta de entrada. Fue allí (en su habitación, no en el WC) donde un desconocido Albert Sánchez Piñol escribió La pell freda. Mientras, otro de mis compañeros de piso -Gustau Nerín- terminaba la redacción de El imperio que nunca existió; un ensayo -hecho al alimón con Alfred Bosch y prologado por Paul Preston- que ponía al descubierto algunas de las paranoias imperiales de Franco.

El vecindario, en aquellos tiempos, era del tipo peculiar. Terminaba el siglo y te tropezabas en el descansillo con una chica vestida de mariposa, que se iba con prisa a trabajar de estatua humana a la Rambla. Otras veces, abrías la puerta de la calle y aparecía una enana -vestida de gitana- que se ofrecía a leerte la buenaventura. Pero pasaron los años y -como al triste de Aznavour y su Boheme- aquello que nos pareció normal pasó a ser un lujo inalcanzable. En menos de 10 años, las transformaciones en el casco viejo lo han convertido en una especie de parque temático, en el que los barceloneses parecemos meros figurantes. Cúmplase pues el destino, ya que hay un mundo mejor, pero es carísimo.

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