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Reportaje:ELECCIONES 2008 | Una radiografía de Cataluña

Un modelo de placidez y contradicciones

Cataluña es mediterránea, hedonista, pero con instantes de angustia existencial

Enric González

Si la complejidad es una característica de las sociedades posmodernas, Cataluña vive en el futuro. El país que hoy acude a las urnas aparece como un tapiz de vistosas contradicciones: es una víctima satisfecha, un narcisista inseguro, una sociedad plácidamente atormentada, quejosa y a la vez conformista. Un país mediterráneo, hedonista, con un alto nivel de vida y, sin embargo, con instantes de angustia existencial.

O quizá no. Quizá esa sea solamente la impresión apresurada de quien vuelve, después de una larga excursión por el extranjero, e intenta averiguar cómo es y en qué ha cambiado su país durante los últimos 20 años. Ciertos indicios, en cualquier caso, sustentan la tesis de que los catalanes se sienten cómodos y al tiempo incómodos. Un ejemplo: la mayoría de las personas entrevistadas antes de elaborar este texto dijeron una cosa on the record, sin inconvenientes para que se les citara, y otra distinta, o muy distinta, cuando la charla era confidencial. Eso es raro cuando se aborda una cuestión genérica y de escasa conflictividad, resumible en una pregunta: ¿Cómo va Cataluña? Debido a esa discreción extrema, que podría calificarse de autocensura y sugiere un cierto deterioro en la calidad del debate colectivo, no se citan, en general, interlocutores.

Abundan los empresarios, pero escasean los magnates vocacionales
Es fácil argumentar que Cataluña no ha vivido nunca mejor que ahora
Barcelona es el santo grial de las becas Erasmus, un destino soñado y codiciado por decenas de miles de jóvenes. Y por el turismo de todo el mundo
La polémica por el trazado urbano del AVE y la preocupación por la integridad de la Sagrada Familia constituyen un auténtico rasgo 'diferencial'
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En términos políticos, el recién llegado percibe que el terreno de juego diseñado por el nacionalismo de Jordi Pujol ha sido tácitamente aceptado por todas las demás fuerzas, con la excepción, hasta cierto punto, del Partido Popular. Cabe introducir ahí una incógnita: si la integración en un marco catalán de los inmigrantes de otras zonas españolas ya fue trabajosa, y de resultados desiguales, ¿cómo se adaptarán a ese contexto, hecho en gran medida de sentimientos, los nuevos inmigrantes? Ese es un proceso recién iniciado.

Los valores dominantes siguen siendo la identidad (desarrollada con una permanente tensión dialéctica entre ellos y nosotros) y la reivindicación, cuyo punto de partida suele ser el agravio. A esos valores hacía referencia de forma oblicua José Montilla, un presidente de la Generalitat socialista y nacido en Córdoba (algo impensable hace 20 años), en su conocido discurso sobre los síntomas de "reciente desapego" respecto al resto de España.

El filósofo Manuel Cruz opina que el victimismo ha sido uno de los rasgos dominantes en la sociedad catalana durante las últimas décadas: "Primero fue el victimismo lingüístico, por la discriminación de la lengua catalana; luego fue el victimismo político, por la falta de instituciones propias con poder real; ahora el victimismo es fiscal, por el supuesto desequilibrio entre los impuestos que se pagan y las inversiones públicas que se reciben".

La calidad de ese victimismo, sin embargo, ha evolucionado. Años atrás, Cataluña se sentía por delante del resto de España, y disponía de argumentos para considerarse más culta, desarrollada y homologable con el resto de Europa. Era víctima del centralismo y a la vez autocomplaciente. Esa autocomplacencia narcisista (el llamado cofoisme) se ha deteriorado últimamente. El acelerón de Madrid, una ciudad ya no comparable con Barcelona, y la modernización del conjunto de España, unidos a la constatación de que Cataluña ha perdido peso relativo en términos políticos, económicos y culturales, han suscitado la aparición de algún brote autocrítico. Eso es una novedad. En la dinámica ellos-nosotros, la autocrítica genuina suele considerarse una entrega de munición argumental al enemigo.

De ahí el interés del texto publicado en noviembre por el Círculo de Economía, bajo el título La responsabilidad del empresariado catalán. Los Lara, Carulla y otros grandes próceres del Círculo se referían a dos puntos de vista, el de quien percibía Cataluña como "una sociedad acomodada, donde se vivía cada vez mejor, pero donde se iba perdiendo el pulso y el liderazgo económico", y el de quien mantenía "una visión optimista fundamentada en la evolución del PIB por habitante o el crecimiento sostenido de la capacidad exportadora". Con algún matiz, el Círculo de Economía se situaba del lado pesimista. Los empresarios catalanes se exigían a sí mismos un radical cambio de actitud para evitar la consolidación de "una inercia que nos coloca en la periferia del poder económico".

No es difícil argumentar que Cataluña no ha vivido nunca mejor que ahora. El bienestar general (con profundos matices en lo que se refiere a la inmigración más reciente) salta a la vista. Tampoco es difícil, sin embargo, detectar los puntos frágiles de la estructura económica. La foto fija muestra una sociedad trabajadora, cohesionada, propensa a un plácido hedonismo. Una frase recurrente: "Aquí se vive mejor que en cualquier otro sitio". Observada en secuencia, remontándonos atrás y oteando el futuro próximo, contemplamos una sociedad de ambiciones limitadas, poco dispuesta a arriesgar o a explotar al máximo sus recursos. Desde un punto de vista económico, Cataluña no ha querido aceptar, hasta ahora, las exigencias de un entorno más agresivo que nunca. Ni gigantismo, ni canibalismo empresarial, ni asunción de grandes retos.

En ese sentido, el modelo catalán apenas ha cambiado en 20 años. La empresa familiar, generalmente saneada, manejable y pudorosa (no hay empresario menos exhibicionista que el catalán), se mantiene como referencia. Hablamos de familias y empresas que se respetan entre sí: este no es territorio de emboscadas. Mientras que en otros lugares, sean Londres, Madrid o Seúl, las empresas competidoras se devoran unas a otras, ateniéndose a las reglas del ultracapitalismo globalizado, y el paisaje industrial y financiero se transforma a gran velocidad, aquí se favorece el statu quo. Sólo se cambia cuando no hay más remedio. E incluso cuando se cambia, se hace de forma mansa: la firma en apuros expone su yugular a un predador (preferentemente externo) y se deja engullir. Por esta vía, el capital basado en Madrid ha absorbido gran parte de lo que fue el sector catalán de la construcción.

Al observador recién llegado le llama la atención la escasez de fusiones, absorciones y, en general, de operaciones financieras traumáticas en el teórico mercado interno catalán. Desde un punto de vista teórico, habría parecido lógico que de empresas como Agrolimen, Nutrexpa, Panrico o Chupa-Chups hubiera surgido, de una forma u otra, un grupo alimentario de tamaño europeo. O que el denso tejido farmacéutico se hubiera conglomerado en una unidad de tamaño competitivo a nivel mundial. Sin embargo, eso no ha ocurrido. Por razones técnicas (al capital familiar catalán nunca le ha gustado flotar en Bolsa, exponiéndose a los tiburones) y, muy probablemente, porque en este país abundan los empresarios, pero escasean los magnates vocacionales. Este no es país para ostentaciones, ni para gestos grandiosos.

¿Cuestión de modelo? No, más bien de actitud. Un momento crucial, y significativo, se produjo en 2005, cuando Gas Natural planteó una OPA por el 100% de las acciones de Endesa. Gas Natural, la primera empresa industrial catalana, hizo explícita su intención de convertirse en una de las mayores compañías energéticas europeas. Para el nacionalismo, que en su momento consideró que la existencia de un polo financiero e industrial "de aquí" era una condición sine qua non para la viabilidad de su proyecto (recuérdese la peripecia de Banca Catalana), aquello se parecía bastante a una segunda y última oportunidad. Para Barcelona y Cataluña, constituía la posibilidad de disponer de un gigante local, con la capacidad de influencia y la tecnología que ello supone.

Aquella batalla, sin embargo, fue observada con cierto distanciamiento. Ni el poder político ni los poderes económicos catalanes apostaron hasta el fondo por la OPA de Gas Natural, derrotada finalmente por una oferta más generosa de la alemana E.On y por la resistencia, que en ese caso sí fue feroz, de un determinado establishment político-financiero basado en Madrid.

Entre las brumas de esa batalla se dibujó, como siempre, el perfil gigantesco de La Caixa, tótem y a la vez tabú. La Caixa está en todas partes. El debate sobre su idiosincrasia ya es antiguo, y quizá estéril. La sociedad financiera española con mayor potencia industrial, con una penetración extraordinaria en el negocio detallista (uno de cada tres clientes de banca en Cataluña, uno de cada cinco en el resto de España) y con una reconocida capacidad de innovación, mantiene una identidad ambigua (no es un banco, no tiene propietarios, no es susceptible de opar o ser opada) que irrita a sus competidores. Para no encrespar las discusiones, La Caixa procura no significarse demasiado en los conflictos encarnizados. Esa es otra de las anclas del statu quo catalán.

En términos sociales, el modelo catalán desarrollado durante estas décadas prima la cohesión. El reequilibrio territorial ha sido uno de los objetivos prioritarios de la Generalitat, especialmente durante el pujolismo, y los resultados positivos parecen evidentes. La perjudicada, en términos relativos, ha sido Barcelona, ya que se ha hecho un gran esfuerzo por mejorar el nivel de la Cataluña no metropolitana. Es obvio que eso favoreció en su momento tanto los intereses electorales de CiU, cuyos mayores caladeros de votos se situaban en las comarcas, como su idea de país.

En cuanto a Barcelona, o a su área metropolitana, tres cosas llaman la atención del recién llegado: el alto nivel de los servicios municipales, la endeblez de sus infraestructuras (un asunto que no requiere, a estas alturas, más explicaciones) y el intenso debate que suscitan ciertas obras bastante elementales, como los túneles. Se comprende que la población esté escamada por desastres como el del Carmel, algo impropio de una capital europea, pero la polémica por el trazado urbano del AVE y la extendida preocupación por la integridad del templo de la Sagrada Familia constituyen un auténtico rasgo diferencial.

En otro país europeo, Italia, los trazados de puentes, túneles, líneas férreas y autopistas suscitan también debates encendidos, paralizaciones y continuos replanteamientos. Italia es un caso extremo de sociedad civil potente y poder político débil. Salvando las distancias, algunas voces alertan de un riesgo de italianización. La suspensión, en 2006, de una cumbre europea que debía celebrarse en Barcelona por la amenaza de manifestaciones, pudo ser un gesto conciliador de los poderes públicos. Pudo ser también una sintomática muestra de debilidad. También tuvo un inconfundible aroma a casta política italiana aquel breve e inolvidable intercambio parlamentario sobre el 3%, en referencia a una hipotética financiación corrupta, entre Pasqual Maragall y Artur Mas.

El modelo catalán combina el intervencionismo, puntualmente inflexible, con la tolerancia, y esa ambivalencia se ha agudizado bajo la administración tripartita. En nombre de la lengua catalana, centro de gravedad histórico y sentimental de las ideas políticas dominantes, se han establecido unas políticas educativas y lingüísticas muy intervencionistas. Ahí, en el idioma, se toca hueso. Cualquier iniciativa política o cívica que pueda ser considerada, por activa o por pasiva, lesiva para el catalán, genera una tormenta. En materia de idioma, el laissez faire liberal se descarta de antemano. Desde la transición hasta hoy, el idioma ha sido un constante punto de fricción en Cataluña (el mejor ejemplo, la polémica en torno a la representación de la cultura catalana en la feria de Francfort), y entre Cataluña y el resto de España. Se trata, sin embargo, de una fricción mucho más intensa en los despachos oficiales que en la calle, donde, por lo que se ve, el bilingüismo retoza con el desparpajo de siempre.

La cuestión del idioma, que parece alejar de las universidades catalanas a un cierto número de estudiantes del resto de España, es escasamente considerada por los estudiantes europeos: Barcelona es el santo grial de las becas Erasmus, un destino soñado y codiciado por decenas de miles de jóvenes. Y por el turismo de todo el mundo. Ese ha sido un gran cambio: los turistas son omnipresentes en Cataluña, desde enero hasta diciembre, desde Cadaqués hasta Amposta. La proliferación de nuevos hoteles, bares y restaurantes da fe de que el turismo, tanto el que llega en vuelo low cost como el de convención profesional, ha reemplazado en gran parte a la industria clásica. Tras años de discusión sobre la conveniencia de imitar el modelo económico irlandés, el bostoniano o el bávaro, el modelo de Florida ha ido instalándose por sí solo.

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