Visto, no oído
¿De verdad sólo es posible un debate electoral en estos términos que estamos viendo en el debate Zapatero-Rajoy y en el de anteayer en Canal Sur? El formato que se nos administra se caracteriza por una rigidez (en tiempos y turnos) que hace imposible el debate mismo. Y no exagero: en los dos debates que llevamos vistos, hemos tenido que esperar a que el periódico nos avisara dos días después de que las cifras utilizadas por todos en el debate habían sido tergiversadas, porque esa tergiversación no pudo ser desvelada o denunciada en el plató. Algo importante falla aquí. Se trata de un formato pactado por los partidos, y esa es ya una pista, al menos por lo que excluye. Excluye una cultura de la televisión pública en la que ésta, en nombre del público y de su derecho a una información veraz y contrastada, sea la que determine las condiciones de un debate ante el público y en su interés. Primera corroboración: la televisión pública, al menos la andaluza, no sabe o no puede ponerse por encima de las condiciones que pactan los partidos políticos.
Segunda cosa: ¡qué raro lo del martes! He desarrollado una habilidad extraña, la de ver Canal Sur sin oírlo. Y eso hice el martes: ver. El debate empezó siendo un encuentro entre dos (Chaves y Arenas) que ignoraban olímpicamente la presencia de otros dos en el plató, a un metro de ellos pero en un lugar al que no querían mirar (y al que sólo miraron en contadísimas ocasiones). Uno de los otros dos (Valderas) cambió las cosas y deshizo la pareja inicial para hacer un trío con todos los demás, a los que miraba adelantando el rostro, evidenciando que su deseo de ser oído era una exigencia dura. Ese trío funcionó durante el resto del debate: todos contra Chaves, cuyo rostro parecía expresar por momentos una de estas dos sensaciones, la de estar oyendo cosas oídas y respondidas miles de veces y la de tener muchas ganas de estar en un lugar menos ruidoso que el cuarto de los niños.
Arenas, por el contrario, daba la impresión de estar ya en ese otro sitio. Este hombre que rara vez mira a la cámara, el martes hizo un ejercicio digno de estudio: cuando no intervenía parecía estar "en sus cosas", o "de paso" (entiendan lo que quiero decir: de paso pero no en el debate, sino en todo: lo que se llama un pasota), pero cuando le llegaba el turno de hablar pasaba de cero a cien en un segundo y se lanzaba a la única yugular apetecible que al parecer había allí, la de Chaves, y hacía daño, aunque fuese mintiendo. Arenas es temible: faltó poco para que se pusiera a moderar él el debate.
Hasta que Chaves sonrió. Lo estaba pasando mal, muy mal, y cuando pudo sonreir fue porque le dieron la oportunidad de decir que con tanta crítica no le hacía falta el menor sentido autocrítico. Y empeoraron las cosas: quiero decir que entonces si que se descompuso todo y los tres se quedaron solos, cada uno de los tres con lo suyo. Era el entierro del debate. Álvarez, como el dinosaurio, seguía allí, sonriendo, orgulloso de haber dejado para la memoria la barbaridad de la noche: ¡a los catalanes, ni agua!
Y lo siento por el artista de turno, pero el plató, con la inmensa lápida negra en el centro, lucía una estética de tanatorio carísima que no invitaba a quedarse.
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