La apoteosis de la tribu
Acabo de volver de Inglaterra y el metro de Londres está hecho una roña: el tiempo ha ido ulcerando los muros e incrustando las sufridas baldosas de vetusta mugre. En comparación con ese fósil industrial, el metro madrileño parece rompedoramente futurista. Estuve hace poco en París y me sorprendió que los coches no se detuvieran ante los pasos cebra; que los conductores hablaran como cotorras con el móvil atornillado a la oreja, y que casi nadie se ciñera el cinturón de seguridad. A diferencia de ellos, los españoles sí nos ponemos el cinturón (bastante), nos detenemos en los pasos (a menudo) y al menos intentamos escondernos cuando telefoneamos mientras conducimos. Fui a Italia hace un año y, para mi pasmo, un alto cargo del Gobierno lombardo me dijo: "¡Los españoles sois alemanes! Qué limpieza en las ciudades, qué orden, qué eficiencia ".
Se preguntarán qué demonios tiene todo esto que ver con las elecciones, que es el tema de este artículo. Pues me temo que bastante; porque es verdad que este país ha cambiado mucho, es verdad que hemos progresado considerablemente, pero la modernidad y la civilización no parecen haber calado en las ideas y en los usos políticos, ni en esa manera tan nuestra y tan racial de relacionarnos a base de insultos y mamporros. La unidad básica de la sociedad española no es la familia (también en eso se equivocó el franquismo), sino la horda. La inquina bruta y el sectarismo retrógrado no sólo siguen intactos en nosotros, sino que parecen haber aumentado últimamente, al igual que la roña va engordando en el metro de Londres. Y, claro, para un pueblo instalado en la pasión tribal, las elecciones son una apoteosis del pandillismo.
Como no somos ciudadanos, sino forofos, estamos viviendo este encuentro político como si se tratara del mundial de fútbol. Se diría que es un enfrentamiento especialmente mediocre, especialmente sucio, proclive a la patada en el tobillo, al topicazo ramplón y la marrullería. Luego están los ataques abiertamente bárbaros, que son los llevados a cabo por las hinchadas ultras, como, por ejemplo, esos energúmenos que van a reventar los actos y, si pueden, las caras de los contrarios, de las San Gil, Nadal o Rosa Díez. Unas tropelías demasiado habituales (pasó con Bono, con Savater, con Gotzone Mora) que luego los clubes se apresuran a condenar; pero, ¿por qué tendré la tonta sensación de que, en el último rincón de la conciencia, los equipos disculpan y alimentan a sus respectivas bestias, a sus ultrasures, a sus boixosnois, a sus frenteatléticos? Personalmente, estas elecciones me parecen desalentadoras: será porque siempre he detestado el fútbol y las hinchadas. Ya es mala suerte habernos modernizado en todo menos en esto.
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