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Columna
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Mascotas

Uno adquiere una mascota por los mismos motivos del coche nuevo o el apartamento en la playa: aburrimiento, soledad mal digerida, ruptura traumática con la persona que nos ayudaba a soportarnos, súbito sentimiento de vacío que quizá se palie con un objeto nuevo con que ocupar un listado de preocupaciones demasiado escueto. Pero a diferencia de lo demás, la mascota, que es una cosa orgánica, trae consigo a casa una serie de responsabilidades que no se incluyeron en el programa de efectos secundarios y que pueden arrastrarnos a la duda pasado un muy corto espacio de tiempo. Un perro, digamos. Llega a casa en forma de pelotita protegida en el interior de una caja de zapatos y al principio sabe remover toda esa marea de emociones mal canalizadas que hasta el momento no había encontrado dónde desaguar, ternura, compasión y congéneres; buscarle un sitio confortable junto a la estufa para que no se resienta del desamparo resulta lo más natural, como tenderle un platito de leche con pan migado que la criatura sorberá entre movimientos convulsos de la cola y unos ojitos que volverán de caucho el corazón más recio. Al principio la elección parece idónea y uno no mira más allá; por malicia, desesperación o ceguera prefiere no mirar más allá del primer año o del segundo, cuando la pelotita crezca y crezca hasta rebasar su caja y no se conforme con recostarse en su almohadón para pasar a hacerlo jirones a dentelladas, cuando unas patas demasiado aparatosas comiencen a hacer chirriar los muebles o se interpongan entre las alacenas de la cocina, cuando, en fin, el celo le invite a recibir los crepúsculos con aullidos que estremecen los cristales y charcos de pésimo olor arruinen las alfombras. La vida cambia; tal vez un día uno conoce a alguien en una cafetería o a la salida de un cine y encuentra métodos más satisfactorios para sobrellevar su soledad e incluso comienza a pensar en esa cosa que parecía tan borrosa y del color de las tormentas, el futuro. El coche y el apartamento pueden venderse, pero el perro sigue ahí, devolviéndonos el mismo gesto de rendición incondicional, alegremente ignorante de lo que significa estar de más. Y el resto de su existencia puede transcurrir en la esquina de un zaguán mal ventilado, donde se pudre la comida de ayer o anteayer, entre lapsos ocasionales de libertad en que las aceras se vislumbran durante escasos minutos antes de regresar a la resignación y el encierro. El perro se ha convertido en algo ominoso, inevitable, de lo que uno no puede desprenderse como la mala conciencia, pero que parece mejor arrinconar en espera de que desaparezca por propia iniciativa.

Quien no cuida a su mascota, al perro que no espulga, a la planta que se tiñe de amarillo en el macetero del balcón, malamente va a reparar en la comodidad de sus vecinos. Poco le importará que el animal necesite desentumecer los músculos caminando una hora diaria si diez minutos bastan para que defeque y llene de charcos los arriates, y menos todavía que la persona que vive al lado y que no tiene perro porque eligió el coche vuelva todos los días a casa con algo más que barro pegado a las suelas. El ayuntamiento de Sevilla estudia gravar a los propietarios con un impuesto que les disuada de permitir que sus mascotas conviertan la vía pública en un vertedero, sea por acto o por omisión. Coincido con los críticos del proyecto en verlo como una medida drástica que engloba en un mismo bando a justos y pecadores, pero no discuto su oportunidad: alguien debería hacer entender a quien no quiere darse cuenta de que compartir el espacio, con un perro, con un gato o con un vecino de rellano, implica una serie de compromisos que no cesan en una caricia en el lomo o un sucinto buenos días. El apartamento siempre es una alternativa, y si lejos pues todavía mejor.

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