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Columna
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El contrato del inmigrante

Los gallegos no protestan, emigran. Lo decía Castelao hace noventa años y ahora son los gallegos, los mismos que nacían con la maleta puesta, quienes ven arribar a su país oleadas de inmigrantes (todavía discretas) que protestan por lo mismo que ellos tampoco protestaban. Por lo mismo que todos en España (catalanes o vascos, andaluces o extremeños o castellanos) tampoco protestábamos. Por lo mismo que todos o muchos decidían hacerse emigrantes. De igual manera que hay conversaciones insostenibles, conversaciones que uno, de repente, descubre que no llevan a ninguna parte y que deben cortarse por lo sano, existen situaciones en las que uno comprende que su única salida es salir de su país, poner tierra por medio, emigrar con lo puesto.

El caso vasco demuestra que es más fácil poner nombres en un idioma que aprenderlo y usarlo

Hay países en el mundo (demasiados) que son conversaciones que uno debe cortar por lo sano, incluso abruptamente, si no quiere acabar de mala manera, muerto de hambre o de algo peor (si es que hay algo peor que morirse de hambre). Un país puede ser una conversación insostenible, absurda y peligrosa. Hay que cambiar, por tanto, de país y de conversación, de paisaje y de lengua. Lo primero es salir, que no es fácil. Lo segundo es llegar, que es aún más difícil. Lo tercero es quedarse. Es el milagro en el que debe creer todo emigrante, aunque si el candidato popular en las próximas elecciones generales alcanza la presidencia del Gobierno, quizás los inmigrantes deban cumplir otro expediente antes de que el milagro se produzca.

Quizás tengan que firmar un contrato en el que se comprometan a respetar nuestras costumbres (tal vez las de un platónico español arquetípico, no sé). A priori, no parece que sea un paso muy difícil. Firmar en un papel está al alcance de cualquier fortuna, basta tener un nombre. Lo difícil puede venir después.

En todo caso, la ocurrencia (o el plagio) electoral ha producido muchos comentarios y alguna reflexión sobre las diferentes formas de afrontar el fenómeno de la inmigración: la fórmula francesa (ignorarles primero y asimilarles luego) o la fórmula inglesa (ignorarse los unos a los otros mientras cada uno ocupe su lugar, lo que se denomina integración multicultural). La fórmula francesa, al parecer, puede o podría llevar al abandono de la propia identidad y al desarraigo. La fórmula británica puede o podría facilitar la existencia de guetos.

Es difícil cambiar de conversación y llegar a un país donde nadie te entiende y tampoco tú entiendes a nadie. Lo sencillo es firmar un contrato. Sólo hace falta un nombre.

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Un nombre es todo y nada. Dice el Instituto Nacional de Estadística que, según los datos obtenidos entre los años 2001 y 2005, el gallego es el idioma menos usado para nombres propios. Castelao estaría consternado. En Cataluña, el 43% de los padres bautizan a sus hijos con nombres catalanes. Y llegamos a Euskadi, que es la comunidad en las que más se emplea la lengua propia (o más exactamente una de ellas) a la hora de bautizar a la progenie (pero sólo a esa hora). Todos quieren, sin que medie contrato de ninguna clase, integrarse en el país de los vascos. El 90% de los nombres registrados en la comunidad son vascos, con lo que se demuestra que es más fácil poner nombres en un idioma que aprenderlo y usarlo. ¿Euskadi, paraíso del tunning onomástico? Al margen de contratos y de nombres, uno sigue creyendo que tenía razón Mario Onaindía al afirmar que "se es del país donde se es libre", del bendito país donde podemos ser nosotros mismos.

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