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La carrera hacia la Casa Blanca
Columna
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Unir al país

Antonio Caño

De todas las cualidades que se le reconocen a Barack Obama, hay una que destaca muy por encima de todas, por encima incluso de su condición de agente del cambio; una cualidad que, a salvo de múltiples circunstancias que todavía pueden modificar el curso de esta campaña, constituye el mejor vehículo para llegar a la Casa Blanca: su voluntad de unificar la nación.

"No podemos seguir con el juego del enfrentamiento entre demócratas y republicanos año tras año mientras otra madre sigue sin tener seguro médico para su hijo enfermo. Tenemos que poner fin a la división y a la distracción en Washington y unir esta nación en torno a un propósito común, en torno a un propósito más elevado", dijo el candidato demócrata el martes pasado en Wisconsin.

Obama es el que defiende con más énfasis la necesidad de reunificación
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Clinton acusa a Obama de pregonar un mensaje vacío

Nadie duda de que llegarán tiempos de fuerte hostilidad partidista en una carrera que no ha hecho más que empezar. Pero el mensaje de la unidad es un bien común de esta sociedad y nadie que pretenda tener aspiraciones presidenciales puede destruirlo o ignorarlo. "La mayoría de los norteamericanos quiere que los políticos intenten al menos cruzar las líneas del adversario", opina el historiador Richard Norton Smith. Así parecen haberlo entendido el electorado y los principales contendientes. "Yo sé cómo trabajar con los republicanos, yo puedo unificar este país", decía Hillary Clinton en el último debate.

Entre los republicanos, después de todos los escarceos radicales, el elegido ha sido John McCain, un veterano senador cuyo principal récord es el de leyes patrocinadas conjuntamente con los senadores demócratas. "Cuando todos nos calmemos", decía McCain la semana pasada, "tenderemos la mano a los votantes demócratas".

Obama es, sin embargo, el que ha defendido con más énfasis esta necesidad de reunificación. Para ello ha llegado a poner en riesgo su propia aceptación entre las bases de la izquierda, como cuando definió a Ronald Reagan como un presidente aglutinador y transformador, o como cuando admitió que el Partido Republicano había sido el partido de las ideas durante la década de los noventa, precisamente la década de la presidencia de Bill Clinton.

Hillary Clinton intentó sacar rédito electoral de esas declaraciones antes de las primarias de Carolina del Sur y la estrategia se volvió en su contra.

Obama no ha tenido que disculparse después por sus elogios al rival. Al contrario, desde entonces ha ido ampliando su abanico de apoyos. La página de Internet Republicanos por Obama recoge cada día testimonios de votantes de la derecha rendidos ante el mensaje del senador de Illinois. Obama se refiere a ellos como los "obamacanos". Un ex senador republicano que abandonó su partido el año pasado, Lincoln Chafee, le ha expresado públicamente su apoyo este jueves. Un miembro ilustre del Partido Republicano, Susan Eisenhower, la nieta del ex presidente Dwight Eisenhower, anunció a principios de este mes en un artículo en The Washington Post su respaldo a Obama porque, según ella, "es quien mejor puede devolver al país un sentido de unidad nacional y cambio".

Habrá siempre fanáticos que consideren que, cuando tu rival te elogia, algo habrá de sospechoso en ti. Pero, en realidad, esa voluntad unificadora no es patrimonio de Obama, es una tradición nacional. La misma presidencia de Eisenhower, antes la de Harry Truman y después la de Lyndonn Johnson fueron modelos de gestiones bipartidistas.

Ese consenso se quebró con la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y el Watergate. Pero se recuperó durante la era de Reagan, quien, detrás de toda su retórica conservadora, era un pragmático. Y, por mucho que diga ahora, prosiguió durante la Administración de Clinton, otro pragmático que fue presidente gracias a su mensaje conciliador, que admitió en su día el predominio del pensamiento conservador y gobernó después en consenso con un Congreso republicano y con el programa del ultraconservador New Gingrich.

Todo saltó por los aires, por supuesto, a partir del 11-S y la política fuertemente ideológica de los neocon. En estas elecciones, de nuevo, "la opción implícita que tienen ante sí los votantes", afirma Michael Oreskes, director del International Herald Tribune, "es la de si el próximo presidente debe gobernar desde la ortodoxia ideológica o más al estilo de los presidentes de posguerra que basaban su liderazgo en el consenso bipartidista".

Los candidatos, por su parte, tienen que decidir si ceden ante lo que Norton Smith llama "la tiranía de las bases" o, por el contrario, atienden al interés colectivo, que exige aceptar y recoger ideas del contrario.

Oreskes opina que Hillary Clinton "cree que éste es el momento de hacer lo que los republicanos hicieron durante 30 años, ocupar el terreno de las ideas, presentar propuestas y empujarlas con fuerza". Es decir, llenar con un proyecto puramente demócrata el vacío que puede dejar la caída de George Bush y, en última instancia, de la revolución conservadora.

Obviamente, la propuesta de Obama es diferente. Su indefinición ideológica actual -aunque su actuación en el Senado y en el Congreso de Illinois es la propia de un político de izquierdas-, unida a su encanto personal, lo convierten en un personaje que convoca al consenso y con quien se puede crear consenso: "El destino no será creado para nosotros, sino por nosotros".

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