La mano dura
El miércoles pasado, cuando iba a Barajas para tomar el avión de Granada, todo parecía igual que siempre. Había salido de casa con tiempo. El tráfico de las horas difíciles gasta bromas pesadas y se pierden los vuelos por culpa de los atascos en un inútil abrir y cerrar de semáforos. Sabía, además, que al llegar a la Terminal 4 iba a invertir media vida en cruzar pasillos, desnudarme y desarmarme para pasar los controles anticiudadanos. El taxista que me llevaba al aeropuerto, como era previsible, iba oyendo una radio clerical, que disparaba sermones y me fusilaba ante las tapias rojizas del amanecer. El cielo está últimamente tan recargado como las carreteras de Madrid. Pero el taxista comentó en voz alta, al hilo de una noticia, que resultaba evidente la crisis económica y que a la gente no le llegaba el dinero ni a mitad de mes. Ya ve usted, me dijo, no hay ni coches, es día 13 y ya no podemos ni echar gasolina, a esta hora no se podía conducir antes de la crisis. Miré por la ventanilla, y me vi rodeado de coches por todas partes, en un atasco que nos hacía andar a pasos cortos, entre frenazos y prisas angustiadas, como andan los fumadores por los pasillos del aeropuerto cuando buscan en la lejanía una puerta de embarque. El taxista me estaba diciendo que no había tráficos dentro de un panorama infinito de coches. Al norte, al sur, al este y al oeste, no había más que ruedas y carrocerías, pero el taxista sentenciaba una crisis sin coches. La institucionalización de la mentira está calando en la sociedad. Es un defecto que Aznar quiso importar de la sociedad neoconservadora americana, para justificar guerras, atentados, medidas económicas y controles policiales sin preocuparse de la realidad. No es importante lo que ves, sino lo que te dicen. Mandar es aprender a mentir con una sonrisa fría de político dispuesto a decir, sin pestañear y sin vergüenza, que por la noche sale el sol y por la mañana la luna.
La institucionalización de la mentira se mezcla ahora con las promesas electorales y el anuncio de catástrofes hasta el punto de que podemos salir de esta campaña siendo peores personas. La invención de mundos nos inventa también como ciudadanos, cambia la geografía de nuestros miedos y nuestras ilusiones. Como el PSOE se ha desplazado al centro, y el centro a la derecha, hemos empujado a Rajoy y a Arenas hacia la derecha extrema. Todas esas medidas sobre la inmigración y sobre la responsabilidad penal de los menores no sólo son reaccionarias política y jurídicamente, en unos extremos desconocidos en nuestra democracia, sino que además pretenden inventar una realidad, agudizar conflictos que no existen, para crear los rencores y miedos sociales que animan los extremismos de la población. Se pretende captar el voto obrero y de clase media baja, quitárselo al PSOE y a IU, a costa identificarlo con los peligrosos resentimientos de la extrema derecha. Uno mira a la realidad y ve que los inmigrantes no son una amenaza, que forman parte indispensable de la vida económica del país. Uno mira la realidad y ve que los niños menores de 12 años no tienen por costumbre pasar los fines de semana matando abuelas y atracando comercios a punta de navaja. Claro que hay problemas, y no se trata de cerrar los ojos, pero tampoco de inventar un mundo falso, en el que los otros, ya sean los inmigrantes o los niños, los médicos de la sanidad pública o las mujeres que abortan, los artistas o los vascos, los parados o los homosexuales, los ancianos o los que necesitan el amparo social de nuestros impuestos, sean una amenaza, la basura de un mundo que debe ser limpiado a golpes de ley y de mano dura. Las promesas electorales, los mundos inventados y los anuncios de catástrofes tienen consecuencias en los votos, pero también en las almas de los ciudadanos. Esta campaña nos está haciendo peores personas.
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