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Columna
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Mis diez

Vicente Molina Foix

Un misterioso nombre, Boekhandel Selexyz Dominicanem (así podría llamarse un monje novelesco de Umberto Eco) encabeza la lista de las mejores librerías del mundo que, tomándola del periódico The Guardian, comentaba hace poco Félix Romeo en el ABC de las Artes y las Letras; la tienda se halla en Maastricht, la Mastrique, hoy desusada, de nuestros clásicos (hace años, antes del famoso Tratado, me causó mucha impresión la lectura de El asalto de Mastrique, aguerrida tragicomedia de Lope de Vega que un amigo cineasta quiso montar en un teatro y no pudo). El resto de las seleccionadas se encuentra, sin embargo, en ciudades más asequibles y algunas muy apetecibles más allá de los libros, tales como Buenos Aires, Oporto, Bruselas, Glasgow o Ciudad de México.

Empiezo apenado por el cierre aún muy reciente de Hartleys Good Bookshop, en Padilla

El destino de los países está para mí ligado a sus librerías, donde suelo emplear una parte nada desdeñable del tiempo que paso en ellos, incluso en lugares cuya lengua me resulta totalmente imposible de descifrar: Vilnius, Cochin o Agadir, por ejemplo, si bien en las tres existen sendas librerías muy céntricas que, junto a las estanterías de obras en lituano, tamil o árabe clásico, cuentan con magníficas y nutridas secciones extranjeras. De la lista de Sean Dodson en The Guardian me ha quedado la curiosidad de ir algún día en la capital de Bélgica a la llamada Posada, que compensa con su sencillo nombre hispánico el aparatoso Boekhandel Selexyz Dominicanen de la vecina ciudad holandesa.

Aún más que en los viajes, frecuento, naturalmente, las librerías en la ciudad en la que vivo, y propongo aquí, como modesto 'pendant' a la del diario británico, mi lista madrileña, en la que también contaré las bajas. Empiezo por estas últimas, apenado por el cierre aún muy reciente de Hartleys Good Bookshop, un pequeño local de dos plantas en la calle Padilla, dedicado a los libros en inglés; se notaba que su dueño era asimismo buen lector, porque la selección de títulos, no muy amplia dada las dimensiones de la tienda, tenía una calidad media extraordinaria. Me despedí de Hartleys comprando ya en sus postrimerías, y con la rebaja de la despedida, casi treinta libros, entre ellos títulos que no conocía de Mary McCarthy, J. P. Donleavy, Aldous Huxley y Richard Hughes. Muy cerca, en Conde de Peñalver, sigue felizmente activa otra pequeña librería general, pero muy literaria, Blanco, que debe de ser uno de los pocos oasis librescos supervivientes en la parte este del Barrio de Salamanca (las franquicias no las considero, y no por lucha de clases: las atienden dependientes, no libreros, y me pierdo en ellas). Rubiños, legendaria, cerró en Alcalá esquina Goya y su airoso local está ahora ocupado por unas dependencias de El Corte Inglés. En Serrano entro a veces en Neblí, un clásico que ya estaba allí cuando yo vine a Madrid por vez primera en la segunda mitad de los años 60; se decía entonces que pertenecía al Opus Dei, pero lo cierto es que -por lo menos ahora- tienen de todo, y yo compré hace no mucho un libro sicalíptico que vi en su escaparate. Bajando por Serrano, en la acera opuesta, se halla Viajar; junto a Altaïr, en Argüelles, son, me parece, las dos mejores tiendas especializadas para quien viaja con guías solventes y libros de acompañamiento literario.

No hay que desconfiar, necesariamente, de los grandes espacios. En Londres la gigantesca Foyles, en Charing Cross Road, puede ser el laberinto de la soledad si uno busca un libro que no sea bestseller, pero no sucede así en otras igual de inmensas, como la que yo elegiría favorita mundial mía: Blackwells en Oxford, que figura por cierto en la acción y en el ya famoso plano-secuencia de Los crímenes de Oxford de Alex de la Iglesia. Strand, en el bajo Manhattan, es otro ejemplo de mega-tienda excelente y celosa de sus fondos, centrados principalmente en los libros de viejo, apartado en el que Oxford y Madrid disponen de suculentas librerías; hoy me limito a hablar aquí de las de nuevo. La Casa del Libro, extendida últimamente por la ciudad desde su sede primigenia de Gran Vía, recompensa si uno está dispuesto a pasar largos ratos de búsqueda en ella, y da agradables sorpresas.

Yo frecuento regularmente tres librerías madrileñas. La más novedosa es la Central del museo Reina Sofía, excelente sobre todo para libros de arte, pero no por ello he abandonado mis veteranas Visor, en Donoso Cortés, muy cerca de la Ciudad Universitaria, y Antonio Machado de la calle Alfonso VI, que suceden, bifurcadas, a la primera tienda de libros que yo pisé de estudiante recién llegado a la capital, un Visor en un alto de la calle Leganitos. A quienes están al frente de ambas los considero una mezcla de amigos, consultores, 'scouts' y ángeles de la guarda de ese objeto inconsútil pero inmortal que es el libro.

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