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Columna
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Arqueología episcopal

Hace ahora justo un año fue noticia un hallazgo de arqueología amorosa. Unas excavaciones realizadas en Mantua sacaron a la luz los restos de una pareja que había sido enterrada abrazándose, y que así seguía después de más de 5.000 años. Los arqueólogos calificaron el descubrimiento de extraordinario -no hay precedentes de un enterramiento doble en el Neolítico- y sobre todo de conmovedor. Y es fácil representarse intensas emociones ante esa prueba de un amor de milenios, sobrevivido más allá de la muerte como en los versos de Quevedo: "Serán ceniza mas tendrán sentido, polvo serán mas polvo enamorado". Y emocionante también imaginar que desde su abrazado enterramiento esa pareja influyó siglo a siglo, configuró el ambiente amoroso de su entorno. Porque es decir Mantua y recordar que es precisamente a esa ciudad a donde hubieran escapado Julieta y Romeo si no hubieran muerto, confundidos en los tiempos de la pasión y del veneno. "Lo que pueda hacer el amor se atreverá a intentarlo el amor", les hizo decir Shakespeare.

No me cabe en la cabeza la lógica sentimental de los obispos

Y es posible que las líneas anteriores parezcan el fruto de un arrebato o alarde de romanticismo influido por el vecindario de San Valentín y el efusivo tono con que ha arrancado la pre-campaña electoral, aunque tal vez sea más justo decir la campaña electoral en fase pre-escolar. Pero no; estas líneas no quieren representar una forma de romanticismo sino de acto político. Porque es en el amor donde menos entiendo a los obispos. No me cabe en la cabeza su lógica sentimental. De acuerdo con la mía, la Conferencia Episcopal debería ser, a estas alturas, la más firme defensora de los hijos que se traen al mundo sólo queriendo, porque ese querer es la mejor garantía de que van a ser educados con respeto, dedicación y ternura. Y la más firme defensora también de los matrimonios homosexuales, que son -por razones históricas y sociales evidentes- los que ofrecen más garantías de determinación y resistencia. Los que se casan, en fin y por fin, poniendo en el asunto altas dosis de convencimiento y reflexión.

Pero no. La Conferencia Episcopal sigue reservando su apoyo a la familia tradicional, y además con una metodología y desde una lógica que también me resultan incomprensibles. Porque no veo qué tiene de degradante para el modelo clásico de familia el hecho de que la ley conceda el mismo estatuto jurídico a otros modelos familiares; y en cambio veo la más absoluta degradación, el más demoledor atentado a la imagen de y a la esperanza en la familia tradicional, en cada acto de terrorismo doméstico: en cada insulto, golpe o patada que una mujer recibe de su (ex)pareja, que muchas veces es su marido hasta que la muerte -la muerte de ella- los separe.

Seguimos viviendo en un país donde la violencia de género asesina cada cinco días, sin falta, como un clavo, a una mujer. Si de verdad desean devolver la confianza y la esperanza en la familia tradicional, los obispos deberían agarrarse a ese clavo ardiendo; y denunciar y combatir y repudiar sin tregua, en una campaña permanente, las relaciones de poder, el irrespeto, la agresividad, los crímenes, la infamia que el machismo instaura en la familia, degradando su fundamento y minando su credibilidad. Ofreciéndoles a los arqueólogos del futuro restos sin el menor signo de abrazo; sólo de vergüenza.

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