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Columna
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Inmunología vasca

Uno de los elementos característicos del denominado "conflicto vasco" es su incapacidad para condicionar la sociedad en que se desarrolla. Por extrañas razones sociológicas (que ningún sociólogo ha desentrañado) el conflicto vasco se prolonga en el tiempo, pero lo hace con una asombrosa autonomía. Sociedad civil y conflicto político discurren en Euskadi por raíles paralelos. Llevan décadas mirándose a lo largo del trazado pero, como todos los raíles paralelos, nunca llegan a encontrarse.

La sociedad vasca ha generado poderosos anticuerpos que la preservan de los efectos perniciosos del conflicto. Esto moralmente es vergonzoso, pero económica y culturalmente muy de agradecer. Si no fuera por esa fortaleza inmunológica, si no fuera por la incapacidad del conflicto para contaminar la vida diaria, hace tiempo que este país se habría arruinado y nuestros hijos, o nosotros, o en su día nuestros padres, habríamos sido carne de emigración. A pesar de medio siglo de violencia política, Euskadi mantiene notables cotas de desarrollo. Lo cual confirma que la sociedad vasca, mal que bien, sabe vivir a espaldas del conflicto en cuestión.

Mal que bien, la sociedad vasca sabe vivir de espaldas al conflicto en cuestión

Durante la era Aznar el Partido Popular emprendió una campaña difamatoria en contra de la autonomía y de su proyección en la realidad. Daban del País Vasco una imagen apocalíptica: desierto industrial, universidad sin ley, municipios gobernados por el terror. Repetían que más de un 10% de la población había huido por razones políticas, que los jóvenes no encontraban trabajo, que el país se estaba convirtiendo en un erial. Y quizás algunos receptores del discurso, en remotos villorrios turolenses o manchegos, se felicitarían por no vivir en un lugar tan terrible y desgraciado. Eso es lo que la derecha española jamás perdonará al País Vasco contemporáneo: que no se haya desplomado, en lo económico, en lo social y en lo demográfico, lo cual habría sido imprescindible para abundar en el catastrofismo y para imponer, más tarde, un gobierno redentor.

Pero algo parecido puede decirse de la izquierda abertzale, o de la parte violenta de la izquierda abertzale, a la que ahora le resulta complicado conmover al país con sus desdichas. Hasta hace poco tiempo, la izquierda radical justificaba la violencia política en medio de una asombrosa tolerancia social. El terror y sus propagandistas defendían, sin recato, el asesinato, el secuestro y la extorsión. La izquierda abertzale jugaba con la ventaja de saber que su violencia no sólo se hacía moralmente soportable (y esta es una vergüenza que todos cargamos todavía) sino que no condicionaba el bienestar material de los vascos.

Lo que ocurre es que en el pecado lleva la penitencia. Sumidos ahora en un proceso de aniquilación jurídica y política, acosados por leyes implacables, lo que era una ventaja táctica se convierte en un dramático trastorno. Porque así como los vascos subsistían, sin excesivo disgusto, en medio del terrorismo revolucionario, también ahora los vascos asisten, sin aspavientos, al masivo encarcelamiento de los dirigentes de la izquierda radical.

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Podríamos ensayar una formulación provocadora, quizás un tanto prematura, pero que promete afirmarse en el futuro: a la mayoría de la sociedad vasca el "conflicto" le importa un demonio. La ciudadanía vasca estudia, crea empresas, sale a cenar, cría a sus hijos, planea vacaciones, juega a las cartas, a la comba o a la rana. El conflicto discurre por los periódicos, por los telediarios. De acuerdo, tal conducta colectiva no es honorable, y quizás sea inmoral, pero garantiza, psicológica y económicamente, la supervivencia de mi pueblo.

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