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Columna
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Esquizofrenias

Antonio Elorza

A mediados del siglo XIX, el escritor Frédéric Mistral publicó Mireio, una de las obras clásicas del nacionalismo cultural de la época, con la clásica historia de amores protagonizada por una joven que encarnaba las virtudes provenzales. Pues bien, con el tiempo Mistral pasó a engrosar el censo de escritores franceses con su Premio Nobel y Mireille, no Mireio, se convirtió en un nombre también típicamente francés. Fue uno de tantos ejemplos de la capacidad de integración del nacionalismo galo respecto de los componentes diversos de lo que fuera en el Antiguo Régimen una monarquía de agregación, cuando ante los Estados Generales de 1789 la nobleza hablaba de "nación provenzal". Con un punto de partida similar en lo político-cultural, la trayectoria española ha sido la opuesta, y por seguir en la misma línea de ejemplos, los ciudadanos españoles tienen hoy que decir Girona o Lleida en catalán, Ourense y A Coruña en gallego, cuando en cambio siguen llamando Bruselas a Bruxelles, Londres a London y Ginebra a Genève.

Los españoles tienen que decir Girona o A Coruña, cuando siguen llamando Bruselas a Bruxelles

Fue una concesión a los nacionalismos periféricos, para compensar opresiones pasadas y con ánimo de fraternidad, pero que a fin de cuentas no ha servido para nada a la hora de aunar cohesión y pluralismo. La democracia reconoció la existencia de las nacionalidades, creó el Estado de las autonomías, hizo posible la recuperación de los idiomas propios, y alcanzó un óptimo técnico en la conjugación de las demandas nacionales y regionales con la pervivencia del Estado. Al menos, la satisfacción de los ciudadanos en las distintas encuestas indicó que se había seguido el buen camino. De poco ha servido esto para las élites nacionalistas que en Euskadi, con el respaldo implícito de ETA, y más tarde en Cataluña, optaron por una lógica de creciente disociación respecto del Estado. Entró en escena la "garrapata" insaciable de que hablaba Savater. Los logros eran olvidados y quedaban sólo la voluntad de rechazo y la obsesión identitaria.

El esquema mental, inaugurado por el nacionalismo sabiniano en el País Vasco, y seguido ahora por el catalanismo, sigue una dinámica de esquizofrenia cultural, partiendo de una distorsión a la hora de percibir una realidad que se rechaza para exhibir como contrapunto el mundo armónico y culturalmente homogéneo de la futura sociedad, sea catalana o vasca, enfrentado a España. Con la consiguiente carga de violencia para compensar la debilidad de los argumentos. Cuando se protesta por lo de Atutxa o se discute en el Parlamento catalán sobre la inmersión en el catalán para la enseñanza, y el PP reivindica los derechos de los castellanohablantes, el debate invoca todo menos la naturaleza del problema. Es "el pueblo catalán", uno e indivisible, lo que está en juego frente al proyecto de renacionalización hispana. Defender el castellano es "terrorismo lingüístico". Nos acercamos al sempiterno ataque de España contra las instituciones vascas. Nación contra nación. Una deriva lamentable tras los excelentes logros de la recuperación nacional, tanto política como cultural, obtenidos en la Cataluña autónoma.

No es ésta la única esquizofrenia observable en la política española. El desequilibrio que en dirigentes populares causó la derrota del 14-M ha llevado también aquí a satanizar la realidad existente y a refugiarse en mundos soñados contrapuestos a ella, convirtiendo la labor crítica en agresividad permanente y en delirios conspirativos. Ahora, con el periodo electoral, tal mecanismo revierte sobre la vida política, generando peligrosas dinámicas de exclusión. El mejor ejemplo es el repertorio de medidas contra una inmigración contemplada desde el ángulo del miedo, con especial dedicación al grupo más susceptible de experimentar la discriminación racial, los inmigrantes islámicos. El velo en la mujer no es un símbolo de libertad, pero su prohibición singularizada en un marco de medidas restrictivas supone una incitación al racismo. En términos de patología, despunta un brote muy grave.

Por último, la traslación del concepto de esquizofrenia a la esfera política no debe hacernos olvidar que en España, esta enfermedad que tantos y tantas familias padecen está siendo objeto de una injustificable marginación por unos y otros en la asignación de recursos, cuando se rifan regalos de Papa Noel con el superávit del presupuesto empleado en meros anzuelos electorales. En Madrid, siguen diagnosticándose esquizofrenias como si fueran posesiones diabólicas, hay largos meses de espera para estancias prolongadas de enfermos graves en la mayor residencia (Ciempozuelos) y familias a las que se recomienda entrenamiento psíquico para evitar que una pobre enferma cumpla su mayor deseo, matar a la madre con la que convive, por aquello de que lo mejor es que el enfermo esté con los suyos, sin reparar en cómo está ese enfermo. La enfermedad mental da pocos votos y la esquizofrenia de los políticos es intencionada, pragmática.

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