Votar o no
Votar o no votar, he aquí el dilema. ¿Votaré al que puede evitar que gane el peor, aunque sea un voto a favor de un partido o candidato que no quiero y que con mi voto se sentirá reforzado y hará más difícil que emerja una alternativa mejor? ¿No votaré para que se enteren de que ninguno me gusta y si mucha gente hace lo mismo podremos esperar que en el futuro surjan opciones mejores? ¿Pero con mi abstención no contribuyo a que ahora gane el peor de todos, lo cual seguramente aleja aún más las posibilidades futuras de que aparezca algo nuevo? ¿Votaré a una candidatura muy minoritaria, pero con la que me siento más próximo aunque quizá no obtenga ningún electo, y que si lo tiene es muy posible que no pueda evitar que el peor alcance el poder, puesto que votos como el mío habrán debilitado a la opción que podría impedirlo?
Habrá que reaccionar ante las provocaciones de la Iglesia y movilizar un voto que probablemente tenderá a la abstención
No son especulaciones, son reflexiones que nos hacemos muchos, en España y en Europa también. ¿Votar a Ségolène que me irrita o al PS lastrado por su interminable batalla interna? ¿Votar al irritante vaticanista Rutelli o al posmoderno Veltroni que no cambiarán casi nada? ¿Y si no lo hago facilitaré que ganen los Sarkozy o Berlusconi?
Ninguna de las respuestas posibles nos gusta. Ni votar a unos o a otros, ni no votar. En los encuentros que he tenido con amigos de muchos años, la mayoría de ellos que estuvieron o están incluso hoy muy implicados en la vida política, este ha sido el tema de conversación. ¿Cómo puede ser que gente como nosotros, que hemos deseado siempre que hubieran elecciones libres, que hemos trabajado para hacerlo posible, ahora no sepamos a quiénes votar y estemos tentados por la abstención? Intentaré aportar alguna explicación que no se limite a expresar el desagrado que nos producen los modos de la política hoy vigente, como ya hice en mi artículo anterior al comentar el proceso de designación del Consejo de la Radio y Televisión de Cataluña.
Es lógico que se produzca un desfase entre las dinámicas contradictorias que se manifiestan en la vida social, de frustraciones y miedos colectivos y de demandas y esperanzas individuales, y las ofertas de los partidos políticos, los cuales deben encontrar respuestas simples a situaciones complejas, para lo cual no están preparados, por su cultura, por su modo de organización y por sus intereses electorales a corto plazo. Y llegamos al quid de la cuestión: los principales partidos buscan salir del atolladero priorizando el corto plazo, las elecciones y los mensajes más simplistas, situados entre la banalidad y la magia.
Las respuestas partidarias en Cataluña, simplificando, son de tres tipos. Los muy reaccionarios mensajes de la derecha política y religiosa, que parecen salidos del túnel del tiempo. Los horizontes más o menos míticos de los nacionalistas que en nombre del esencialismo nos dicen que con más autonomía o independencia los problemas se resolverían. Y las posiciones estructuralmente ambiguas de una izquierda que no puede ser ni centralista como su partido estatal ni nacionalista como sus necesarios aliados presentes o futuros, ni tan conservadora como el Gobierno de España al que apoya ni tan progresista como sería necesario para liderar un proyecto de izquierda en Cataluña.
Las respuestas reaccionarias son las que pretenden construir una base social y, sobre todo, electoral a partir de excitar las emociones más irracionales, españolistas, incluso xenófobas, y juegan con los miedos e incertidumbres de gran parte de la ciudadanía. Afortunadamente, tienen poco peso en Cataluña, pero no en el conjunto de España. Son equivalentes a las de Sarkozy y Berlusconi, máximos representantes de una política que representa la mayor regresión de la democracia europea desde el final de la II Guerra Mundial. En España, el actual PP y la cúpula de la Iglesia católica son hoy por hoy la principal amenaza al progreso democrático y pacífico del país.
La equidistancia, o casi, del centro derecha catalán entre el PP y el PSOE es una muestra de las ambigüedades del nacionalismo y, lo que es peor, su proximidad con unas políticas que en muchos aspectos parecen más próximas al franquismo o al viejo autoritarismo españolista. La extremada moderación del PSOE hace difícilmente justificable la equidistancia convergente. Y la comprensión que los líderes democristianos manifiestan ante las posturas de la retrógrada cúpula eclesial creo que no permite hacerse muchas ilusiones sobre su disponibilidad para un proyecto "democrático".
La principal dificultad para optar por la izquierda gobernante reside en un hecho estructural y otro coyuntural. La izquierda, y especialmente el partido socialista, no promueve un proyecto de cambio, ni en la teoría ni en la práctica. Nos ofrece una política conservadora y lo decimos reconociendo que pretende conservar también los progresos democráticos de las últimas tres décadas. Este conservadurismo básico no sería un obstáculo insalvable para movilizar el voto de izquierda si no fuera acompañado por la debilidad que ha demostrado ante la demagogia reaccionaria del PP, de la Iglesia e incluso la que se expresa en sus propias filas (véase el discurso del señor Bono). Esta debilidad ha llevado a múltiples concesiones en materias que son propias del liberalismo progresista: resistencia a la memoria democrática, nacionalismo españolista en vez de federalismo, aceptación de los privilegios de la Iglesia, limitaciones al aborto, etcétera. Haría falta una reacción muy dura ante las recientes provocaciones de la Iglesia para movilizar un voto de izquierda que probablemente tenderá a la abstención o irá a los partidos minoritarios.
Reconozco su imposibilidad material por ahora, pero me declaro partidario del voto negativo. Si para muchos lo más importante es que no ganen los aznares o los berlusconis, los de la Cope y los rajoys, pues implantemos el voto negativo. Un voto negativo anula un voto positivo. Sería la mejor manera de reducir la abstención.
Jordi Borja es profesor de la UOC.
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