Huérfanos
Dos millones y medio de españoles quedan huérfanos desde el viernes. El Tomate, ese programa que consolidó los freaks rosa como aportación autóctona al espectáculo global, desaparece dejando tantos damnificados que alguna benévola ONG tendrá que hacerse cargo de la catástrofe. En cinco años, al invento más criticado y seguido de los últimos tiempos en las pantallas hispanas le ha sobrado tiempo para marcar a sangre y fuego, día tras día, el gusto y la sensibilidad de millones de españoles entregados al banal placer de la siesta y el duermevela. De ahí que el ejercicio perverso de la repetición, el falso suspense y el autozapping como método de relato quedaran diluidos piadosamente en la trastienda mental, como suele suceder cuando un lavado de cerebro es de primera calidad.
Con el Tomate todavía de cuerpo presente hay que quitarse el sombrero: ha creado escuela. Sus aplicados discípulos exhiben diariamente el catecismo de la tontería trascendental en múltiples pantallas: son lo más visible de la generación Tomate. Hijos de la España de patio de vecinos, nietos del Hollywood de Rambo y Terminator, hermanos de la posmodernidad desregulada de Internet, digieren el mundo real con problemas. Anoréxicos del espíritu y de la sensibilidad, la generación Tomate hace de la televisión la adaptación cursi de una snuff movie de la estética con personajes reales. Éste es el juego favorito de los ejecutivos que sólo saben que la audiencia es una entelequia que da mucho dinero. La escuela Tomate no habrá existido en vano: seguirá viva como emblema de la España del chisme elevada a auto sacramental del kitsch.
"Los medios de comunicación no son juguetes; no deben estar en manos de ejecutivos del tipo Peter Pan. Sólo pueden confiarse a los nuevos artistas porque son formas de arte", escribió el mítico Marshall McLuhan. Juguetes rotos como el Tomate bien merecen cierta reflexión.
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