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Columna
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Ave María

Josep Ramoneda

Que la impugnación del paso del AVE por debajo de la Sagrada Familia sea uno de los temas estrella de la presente campaña electoral es una buena metáfora del estado de desorientación en que vive la política catalana. Empecemos por el enunciado del problema: en pleno siglo XXI, tres partidos políticos, dos de los cuales se habían comprometido anteriormente con el proyecto, y parte de la opinión pública pretenden cambiar el trazado del AVE para evitar que ponga en riesgo un monumento, en este caso la Sagrada Familia. Nos lo explicarían de cualquier otro lugar del mundo y no lo creeríamos.

Grave es la sensación de desconfianza en las propias fuerzas y de miedo a la modernidad que se transmite. Todas las ciudades importantes construyen túneles, trenes y metros. Y cada vez se construirán más porque para muchas cosas ya no hay otro espacio que el subterráneo. Aquí se convierte en problema político una estricta cuestión técnica que la ingeniería puede resolver con todas las garantías. Se pretende desmontar un acuerdo que ofrece soluciones para el transporte en la ciudad y un futuro para un barrio -la Sagrera- porque se teme que las cosas se hagan mal. ¿Para debilitar al adversario hay que ofrecer esta imagen de país tercermundista?

Un presente incómodo y un futuro impensable hacen que un trazado y un 'lobby' puedan ser estrellas electorales

Grave es el oportunismo de partidos como CiU y el PP, que ayer aprobaban el trazado y ahora se manifiestan en contra, sencillamente porque piensan que pueden capitalizar la desconfianza generada por el accidente del Carmel, y que conectan la cuestión de la Sagrada Familia con el catastrófico funcionamiento del Adif y Renfe en Cataluña para pescar a río revuelto. En vez de transmitir seguridad a los ciudadanos, que es lo que se espera de un responsable político, se especula con sus miedos para arrancar algún puñado de votos. O sea, en vez de proyectar hacia el futuro, se columpian en el pasado, como si fueran partidos extraparlamentarios.

Grave es la permeabilidad de un sector de la clase política a los intereses de un lobby eclesiástico que lleva tiempo medrando a costa de la Sagrada Familia y que tiene entre sus méritos el haber cometido uno de los más vergonzosos atentados contra el patrimonio artístico: convertir un proyecto de Gaudí en un auténtico adefesio, para un negocio franquicia. Eso sí: con el beneplácito de las autoridades municipales y nacionales, que nunca han querido poner coto a tales desmanes.

Y sin embargo, CiU ha llegado a poner el cambio de trazado como condición para la investidura del próximo presidente del Gobierno español y el PP -uno de los que trazaron y aprobaron esta opción- ha llegado a prometer que modificará el trazado si gana las elecciones. Cultivando la desconfianza y el miedo y haciendo seguidismo de un grupo de presión que intenta rociar de agua bendita todo el barrio, difícilmente se puede llegar muy lejos. Y ciertamente, no parece que sean las mejores bases sobre las que sustentar un proyecto de país. A pesar de ello, el tema está en los medios de comunicación y en los debate políticos y se toma en consideración como si fuera un problema realmente serio. Y aunque la adjudicación de las obras parece que empieza a decantar el debate por la vía de los hechos, hay una parte de la opinión pública que sigue dudando, que se siente interpelada por el discurso catastrofista de algunos sectores de la política y del clero. ¿Por qué? Porque este caso tiene que ver con el desconcierto catalán.

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Sin duda, como en todo, hay una base para que un tema tan fuera de lugar y de tiempo (un túnel como problema en el siglo XXI parece una broma) cale en la opinión pública. Esta base se fundamenta en hechos objetivos: la desastrosa gestión de las infraestructuras ferroviarias, que ha llevado a la crisis del año pasado y que pone en evidencia a todos los gobiernos de aquí y de Madrid que han tenido la gobernación de Cataluña bajo su responsabilidad. Lo cual, dicho sea de paso, hace más evidente el oportunismo de los que ahora protestan por lo que ellos mismos hicieron. De estas pésimas experiencias se pueden sacar dos conclusiones: no repetir errores y afrontar todo aquello que se relegó en el pasado y ahora emerge en forma de atrasos infraestructurales o convertir el miedo en activo político y seguir paralizando proyectos. Algunos parecen haber escogido esta segunda opción, síntoma de la falta de orientación en que se mueven, mientras que otras ciudades del entorno han puesto el turbo, sin reparar en túneles y trenes.

Un país necesita saber adónde va. Cataluña hoy tiene demasiadas dudas. El periodo de reconstrucción nacional se centró en un objetivo: la afirmación cultural identitaria. Y al final de camino se ha visto que el país había descuidado buena parte de la básico: lo que garantiza los movimientos de las personas y de las mercancías. La primera respuesta ante la constatación de los déficit ha sido la victimista: nos han expoliado. La parte de razón que en ello haya no es suficiente como explicación, ni útil como estrategia para aumentar la combatividad del país. Es el eterno conformismo del que se contenta con sobrevivir contra el enemigo de siempre. El independentismo ha sacado bandera. Y ha producido un efecto campo que ha descentrado a buena parte del nacionalismo. Pero nadie ha acertado a dibujar un camino real propio, más allá de la lejana promesa. ¿Qué ha quedado? Una sensación de desconcierto, de falta de rumbo. Y la frustrante invocación de los peligros y de los miedos como arma política. Cuando el presente resulta incómodo y el futuro parece impensable, ocurren cosas como éstas: que un trazado que no era problema ni en el siglo XIX y un lobby de los tiempos en que la Iglesia era un poder importante, pueden ser estrellas electorales.

Se necesita un liderazgo dispuesto a reparar esta política de Ave María que lastra los intentos de progreso con la pesada carga de la tradición irredenta.

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