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Columna
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Capital de la gula

Esta semana se ha celebrado aquí la VI Cumbre Internacional de Gastronomía, que ha convertido al foro fugazmente en sede ecuménica de la gula, el pecado capital que más engorda. Madrid Fusión es algo así como la Pasarela Cibeles del papeo: se exhiben modelos culinarios más propios de la alquimia y el esoterismo que de un menú. La gastronomía tradicional madrileña ha obtenido fama a base de cocido, callos, patatas bravas, gallinejas, pajaritos fritos, caracoles, bollos de diverso calibre y exquisiteces en esa onda. Pero como esta urbe es un pulpo entrañable, va a resultar que aquí se come razonablemente bien. Madrid es omnívora en cultura y en pucheros. Aquí se convierte en tradicional lo recién llegado, si es bueno.

En Madrid Fusión han participado más de 60 prestigiosos cocineros de todo el mundo y, por supuesto, nacionales (Adrià, Arzak, Arola, Subijana...). Y también Carme Ruscadella, una de las pocas mujeres que ha entrado con fuerza y por derecho en la élite de los grandes restauradores. Es curioso constatar que en este país siempre han cocinado las mujeres y las madres saben latín. Pero los negocios y los honores se los llevan los hombres, excepción hecha de Simone Ortega y pocas más. Los especialistas debieran indagar el origen de tamaña injusticia.

El plato rey de Madrid tuvo el honor de ser convertido en canción nada menos que por Quintero, León y Quiroga (la trinidad de la copla). La letra Cocidito madrileño no tiene desperdicio: "Pesadumbre y alegría de la madre y de la hermana...". Popularizó el tema el famoso cantante riojano Pepe Blanco (nada que ver con el gallego del PSOE, que también es cocinero).

De la panza sale la danza. Por tanto, ser cocinero es una cosa muy seria. La gula es una de las drogas más razonables. Leonardo da Vinci lo sabía y lo sugirió en sus Notas de cocina, uno de los libros más serios y más divertidos que se han escrito.

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