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Crónica:IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Intensidad y duración

Antonio Muñoz Molina

A Marcel Proust hay quien se lo imagina sin haberlo leído como un decadente enfermo de nostalgia, pero pocas cosas le gustaban más que la música de vanguardia y los inventos modernos, y estaba muy alerta a los descubrimientos científicos, que le daban ocasión para metáforas tan rigurosas como audaces. Tal vez fue el primer escritor que hizo excelente literatura con el teléfono y con el automóvil. En las páginas de À la recherche du temps perdu los aeroplanos surgen como apariciones deslumbradoras, con la belleza de lo que hasta entonces no había existido nunca y aún tenía mucho de prodigio.

A diferencia de los coches, los teléfonos y los aviones, otro invento del que Proust fue también usuario entusiasta no ha tenido el éxito suficiente como para llegar hasta nosotros, aunque también parecía muy prometedor. Se trata del teatrófono, un aparato que permitía a los aficionados a la música asistir a conciertos y funciones de ópera desde la comodidad de sus domicilios, cuando aún no estaba inventada la radio, a través de una línea telefónica y mediante dos auriculares. Imaginamos a Proust, tan friolero, aprensivo, recostado sobre los almohadones de la misma cama en la que escribía, en la penumbra de su dormitorio burgués, escuchando con unos cascos como de radiotelegrafista o de médium lunático la música de alguno de sus compositores predilectos, Wagner o Debussy, que tenían aún toda la fuerza de su novedad extraordinaria. Pélleas et Melisande se había estrenado en 1902. Proust la escuchó gracias al teatrófono en 1911, cuando ya estaba gozosamente sumergido en aquella novela cuyo fin se volvía más lejano según él la iba escribiendo, porque el acto mismo de escribir revelaba nuevos materiales, yacimientos más hondos de la imaginación y la memoria. En 1913, recién terminado el primer volumen que ningún editor se animaba a publicar -tan inmenso de palabras escritas, y apenas sólo un preludio-, sabemos que Proust escuchó en el teatrófono otra vibrante novedad musical, la primera representación de Parsifal en París. El influjo de esa ópera traspasa el segundo volumen de la novela, desde su mismo título. Las muchachas en flor que trastornan con sus plurales tentaciones sentimentales y eróticas al protagonista adolescente son la mismas muchachas-flores que quieren seducir al joven Parsifal, pero el medievalismo entre intemporal y mitológico de Wagner se corresponde en Proust con la urgencia jovial de un veraneo moderno de hacia 1900: chicas paseando en bicicleta contra el horizonte gris del Atlántico, jugando al tenis con vestidos claros y ligeros. Automóviles y aeroplanos le sugerían comparaciones musicales: el claxon que hacía sonar el chófer al que amó tanto, Alfred Agostinelli, le recordaba el caramillo que toca un pastor en el tercer acto de Tristán; un aeroplano ascendía sobre el mar como en el crescendo de la cabalgata de las Walkirias.

Proust describe la música de 'Tristán' y parece que está describiendo su propia escritura y su manera de organizar los materiales narrativos a lo largo de una duración tan desmesurada como necesaria
A uno, aficionado a Proust, a Wagner y a Buñuel, le gusta que esa música de intensidad y duración, tan copiada en casi todas las películas, siga siendo algunas veces la banda sonora secreta de su vida

Me acordé de ese mar severo de los veraneos de Proust viendo hace unos días el Tristán e Isolda que ha dirigido escénicamente Lluís Pasqual en Madrid: el horizonte levantado que parece inmóvil y siempre está en movimiento igual que las nubes que le transmiten su grisura de metal o pizarra; el mar que no ven ni oyen los dos personajes cuando se miran el uno al otro sobrecogidos por la revelación del amor que los arrastrará a la desgracia; el que otean los vigías en el último acto con la esperanza de que surja en él la mancha blanca de una vela.

Me acordaba del amor de Proust por esta misma música que él conocía de memoria, tan nueva todavía cuando él era joven. "Cuanto más legendario encuentran a Wagner, más humano lo encuentro yo", escribió en una carta. En un pasaje de La Prisonnière, el quinto volumen de la novela sin fin que no vivió lo bastante para terminar, describe la música de Tristán y parece que está describiendo su propia escritura y su manera de organizar los materiales narrativos a lo largo de una duración tan desmesurada como necesaria: ...Me daba cuenta de todo lo que tiene de real la obra de Wagner, volviendo a ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, no se alejan más que para regresar, y, a veces lejanos, adormecidos, casi separados, son, en otros momentos, aun permaneciendo vagos, tan imperiosos y tan próximos, tan internos, tan orgánicos, tan viscerales, que se dirían menos el regreso de un motivo que el de una neuralgia.

La prosa de Proust tiene la misma ondulación que esa música, un flujo poderoso que parece arrastrarlo todo y en el que sin embargo cada concepto y cada sensación, cada palabra, mantiene su identidad exacta. La frase se dilata hasta ocupar el párrafo entero, desborda la página, da la impresión de haber perdido su armazón gramatical y el hilo primero de su relato y sin embargo vuelve para alcanzar la cima exacta de un punto. Pero en Proust no hay nada de abandono a la facilidad mecánica, a la proliferación complacida y barroca: hay un propósito de sostener la máxima intensidad expresiva para contar el estado de tránsito incesante en el que sucede nuestra experiencia del mundo y del tiempo y de nosotros mismos. Esa intensidad al límite, esa atención sin descanso que el narrador de Proust busca en el amor y en el arte es la misma que trastorna a Isolda y a Tristán, intoxicados de golpe al probar esa pócima que toman por error pero que no hace sino desatar el deseo que ya estaba latiendo en ellos desde la primera vez que se miraron. En la vida y en la literatura las intensidades tienden a la fugacidad, las duraciones al tedio. Proust y Wagner exigen que lo intenso pueda durar sin declive y sin límite. Lo mismo quieren los amantes. Están condenados a la desgracia y a la vergüenza igual que a un éxtasis sexual que es más poderoso porque su llegada está retrasándose siempre, y que los dos quieren prolongar en una duración que se confunde con el desvanecimiento de la muerte.

Indiferentes al mundo, al escándalo, a la traición, los amantes se buscan con el fatalismo de un celo biológico. Como la música a nosotros el amor los recluye en un tiempo de pura intensidad cuya duración no miden los relojes. Lluís Pasqual los hace enamorarse en el siglo XII, entregarse por fin el uno al otro y perderse en una noche de finales del XIX, encontrarse y morir en un presente muy parecido al nuestro. Son Tristán e Isolda y son dos amantes cualquiera: los hemos visto persiguiéndose como sonámbulos en La edad de oro de Buñuel, esta vez en París y vestidos a la manera de los años treinta, ahora encarnando el arrebato moderno del amour fou, enajenados por la repetición obsesiva del preludio de Tristán. A uno, aficionado a Proust, a Wagner y a Buñuel, le gusta que esa música de intensidad y duración, tan copiada en casi todas las películas, siga siendo algunas veces la banda sonora secreta de su vida. -

Tristán e Isolda, de Richard Wagner. Producción del Teatro San Carlo de Nápoles. Coro y Orquesta titular del Teatro Real. Dirección de escena de Lluís Pasqual. Dirección musical de Jesús López Cobos. Hasta el 4 de febrero. www.teatro-real.es

La edad de oro (1930), de Luis Buñuel.

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