Ángel

A Ángel González no le gustaba el tomate. Llévese usted el paisaje, que no me interesa, solía advertir a los camareros cuando andaba alguna ensalada de por medio. Le encantaba la mayonesa, que comía con cualquier pretexto o sólo con pan. También le gustaban los gatos, y aún más los niños, aunque no lo pareciera. Ellos le adoraban, porque les enseñaba canciones y les daba siempre la razón frente a sus padres. Era feliz con una guitarra y unas rimas de José Alfredo Jiménez en los labios, pero a mí no me dejaba cantar, porque lo hago muy mal. Hazme caso, me decía, que es por tu bien. Yo le hacía mayonesa y no cantaba. Le quería.
Era difícil no querer a Ángel. Era imposible no amar la vida a través de su entusiasmo por la vida. Todas las cosas buenas de este mundo donde nos ha dejado huérfanos y a oscuras, tenían que ver con él. La poesía y la risa, la palabra y la música, la alegría, la amistad, el calor, la luz de las mañanas de verano, el circo y el amor. Cuando era joven, Ángel se enamoró de una trapecista y le dedicó un soneto inolvidable, me he quedado sin pulso y sin aliento separado de ti. En su madurez, escribió los versos más hermosos para Susana Rivera, este amor ya sin mí te amará siempre. Hace unos días se fue, se ha ido. Y me he quedado sin pulso y sin aliento, con un amor que sin él le amará siempre.
Ahora tendré que aprender a vivir sin Ángel y no será fácil, porque ha dejado tantas luces encendidas que no sé como voy a apagarlas. Nunca volveré a cantar, pero en mi pobreza guardo el consuelo de su memoria, la certeza de que, más allá de la dura infancia de un hijo de vencidos, todo fue justo en la vida de un poeta leído, querido y admirado como muy pocos. Todo. Incluso el rencor torpe y envidioso de un mezquino cortesano literario que, al parecer, no ha tenido bastante ni siquiera con el premio Cervantes.
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