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Tribuna
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Totalitarismo democrático

Excusas por el título. Contradictorio, poco comprensible y muy poco elegante. Cuentan que Felipe González le contestó a Maragall, cuando éste le propuso como modelo el "federalismo asimétrico", que la cosa no colaba ya que "a los españoles es difícil hacerles entender un concepto abstracto, dos juntos ya es imposible". Si además uno niega al otro, debo reconocer que el título puede sorprender, pero no gustar. No se me ha ocurrido uno mejor, pues en algunos casos la legitimidad democrática sirve de cobertura a un comportamiento totalitario, aunque no se sea consciente de ello.

La designación de los consejeros de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales ha sido el más reciente caso expresivo de una tendencia al monopolio oligárquico del poder político al que tiende nuestra inmadura democracia partidista. Totalitarismo democrático, de baja intensidad y relativamente benévolo si lo comparamos con los brutales totalitarismos del siglo pasado, pero que supone una perversión del ejercicio del poder en una democracia y contribuye a la exclusión de la ciudadanía, que expresa su rechazo de la manipulación mediante el desinterés por la política.

Los partidos, cada uno colocando a sus peones en los medios de comunicación públicos

No es necesario recordar los hechos. Los aparatos de partido, todos, con la complicidad de sus grupos parlamentarios, escenificaron un lamentable mercadeo, cada uno colocando a sus peones en los medios de comunicación públicos de Cataluña. En vez de consensuar una lista amplia, basada en criterios de profesionalidad e independencia, nos ofrecieron la imagen de que su único interés era garantizarse una cuota de poder. Lo cual no sólo es un fraude al espíritu que se le supone a la ley, sino que también afecta a la credibilidad de las personas designadas, lo cual puede ser injusto, y de las instituciones y organismos que han intervenido en este proceso, a pesar de que han actuado en el marco de la ley. Porque aquí está el problema. Los grupos parlamentarios no sólo han actuado con mal estilo ahora: ya lo hicieron mal cuando aprobaron la ley, reservándose el derecho exclusivo de nombrar a los consejeros, sin otro requisito que una vaga "idoneidad profesional" de las personas. La propuesta de nombres debería haber seguido un camino inverso: un organismo independiente selecciona un número superior de personas idóneas, representativas de la pluralidad de la sociedad civil, y el Parlament, si tiene la competencia de nombrarlos, elige en esta lista a los consejeros.

El método que se está aplicando a este tipo de organismos reguladores o controladores de materias específicas de suma importancia para nuestra vida colectiva es tendencialmente totalitario, contribuye a la pérdida de confianza y de interés de los ciudadanos en las instituciones, y devalúa considerablemente la calidad y la eficacia de nuestra democracia. Y puede llevar a situaciones absurdas y peligrosas, como sucede ya con la crisis del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Vivimos en sociedades complejas, los intereses y los valores son heterogéneos y deben ser tenidos en cuenta. Se ha ampliado mucho el campo de actuación de las instituciones y de los organismos que cumplen funciones de interés general. La separación tradicional de poderes que se equilibran y se complementan, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, no es suficiente. Existen los distintos niveles territoriales reforzados por los procesos modernizadores y democratizadores del Estado . Y las instituciones generadas por la sociedad industrial y el welfare state (o Estado de bienestar), como la justicia laboral, la contratación colectiva, la gestión de la seguridad social, los consejos económico-sociales, etcétera. Y existen otros organismos de naturaleza especial, de creación en muchos casos más reciente, como los que tratamos ahora, que son cada vez más necesarios.

Se trata de organismos que tienen atribuidas funciones de regulación, gestión o control sobre materias que por su especificidad son separables de la gestión política general y requieren una independencia relativa respecto de los gobiernos y los partidos. La principal razón que justifica esta independencia es que gobiernos y partidos son parte directamente interesada y no pueden ser también jueces, por ejemplo en la regulación y el control de los procesos electorales o, en el caso que nos interesa ahora, de los medios de comunicación (en este caso se añade la gestión de los de carácter público). Si son parte, y no todo, pero se atribuyen esta función reguladora o gestora, están expropiando a otros sectores o al conjunto de la sociedad de algo que también es suyo, sus votos, su opinión. En el caso de los medios públicos de comunicación, el suceso que nos ocupa se trata de una apropiación indebida que tiene un efecto perverso, contrario además a los intereses públicos y de la misma institución, el Parlament, responsable del acto. Se han deslegitimado los medios de comunicación de carácter público y se han reforzado las presiones privatistas en este sector. La imagen partitocrática que se ha dado tiene como consecuencia blanquear la imagen de los medios de propiedad privada, que para muchos aparecen como más "independientes y pluralistas", aunque disten de serlo.

En nuestras democracias el espacio comunicacional es una parte fundamental del espacio público democrático, cumple funciones esenciales en la formación de los valores, de las opiniones y de los comportamientos colectivos, y debe ser tratado con un cuidado especial para garantizar que nuestras sociedades plurales se sientan representadas y tengan confianza en los organismos actuantes en este espacio. El comportamiento grosero de los aparatos de partido en este caso es una agresión a nuestra vida democrática. La democracia tiene dos dimensiones, tan indispensables la una como la otra. Una dimensión formal, procedimental, que se expresa en las reglas y los procesos de organización de las instituciones, y de las relaciones entre éstas y con la ciudadanía, y que tiene como finalidad garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos. Y una dimensión material, que se realiza mediante las políticas públicas destinadas a crear las condiciones para que estos derechos y estas libertades sean efectivos y especialmente contribuyan a reducir las desigualdades. En ambos casos se requiere la motivación activa y la confianza receptiva de la ciudadanía. Todo lo cual ha sido grave e innecesariamente cuestionado por unos aparatos políticos caracterizados por un afán de poder tan excesivo como ingenuo y por una indiferencia incomprensible respecto a cómo sus actos pueden afectar a la sensibilidad democrática de los ciudadanos.

Los partidos políticos, porque así lo permite la Constitución y así lo quieren ellos, monopolizan el poder legislativo y el ejecutivo tanto en las instituciones centrales del Estado como en las territoriales. ¿No es ya bastante? La existencia de unos contrapoderes específicos es un enriquecimiento democrático, aumenta las garantías de la ciudadanía y las posibilidades de participación plural en la vida pública de la sociedad civil. Algo que buena falta hace a nuestra joven democracia.

Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya

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