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Columna
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Al final de La Rambla

Hacía tiempo que no me acercaba a La Rambla. Y no es que me pille lejos de casa. De hecho, vivo tan cerca de ella que prefiero moverme por calles laterales y menos concurridas. Por qué un barcelonés del centro esquiva con tanto tesón un lugar como éste ya explica muchas de las cosas que han pasado en esta ciudad en los últimos años. Aquí, el turista ha dejado de ser un visitante ocasional para incrustarse como un mejillón en nuestro paisaje. Da lo mismo que haga frío, mal tiempo o granice, la oferta lúdica y marchosa resiste cualquier clima.

- Cruzo el atasco de trileros que hay entre Canaletes y la Virreina, muy ocupados en desplumar a viajeros incautos. Ahora, la única forma de pasear por aquí es uniéndose a la procesión, lenta y solemne, del forastero fotógrafo. Masas compactas de personas que deambulan, sin rumbo fijo, convertidas en un verdadero incordio para el transeúnte local. Bien mirado, algunos parece que han venido para sustituir a los personajes estrafalarios de antaño. Este enero, la versión multicultural de la Monyos o del Sheriff son esos cuatro chicos con bermudas, camiseta y lata de cerveza helada a los que uno imagina recién llegados de un fiordo. O la parejita de brasileños que tirita frente al Liceo, cubiertos literalmente por capas y capas de pieles. Eso por no hablar de la humanidad ebria y vociferante, que te puede insultar en cualquier idioma conocido, los fines de semana.

- Dice un refrán británico que "las visitas son como el pescado, al tercer día huelen". Y algo de razón debe de tener porque -en cuanto me acerco al mar- el gentío se va dispersando. La brisa marina parece espabilar a los peatones y la aparición de rostros patibularios me devuelve la imagen de la avenida de siempre. Pero sólo es un espejismo. Santa Mónica es la antesala del parque temático en que se ha convertido el centro. En ningún lugar como éste pueden encontrarse tantos bares y comercios donde se hable inglés, tantos restaurantes sólo aptos para extranjeros y tantas terrazas de sangría (económica y de la otra). Como toda ciudad de moda, la vieja Barcelona comienza a parecerse a una caricatura de sí misma, donde las estatuas y los carteristas parecen actores, y muchos locales rezuman cartón piedra. Un decorado para adolescentes y jubilados comunitarios que, como una mancha de petróleo, amenaza con dejar el final de La Rambla como una negra flor.

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