Maestro Sagarra
"Me merezco la medalla". En algún momento había de salir el Joan de Sagarra provocador y fue cuando tomó la palabra para agradecer la medalla de oro al mérito cultural que acababa de imponerle (el miércoles, en el Saló de Cent) el consistorio barcelonés. Apoyándose en el disuasorio cayado con el que suele derribar a ciclistas en el paseo de Sant Joan, poniendo su mejor cara de George Sanders en Eva al desnudo, el periodista dio las gracias por el reconocimiento, mal que le pese con emoción apenas contenida. Fue la única maldad que se concedió durante el acto. Poca cosa, nos hacemos mayores (70 acaba de cumplir él). Pero de haber sido otro el orden de las intervenciones, no me cabe ninguna duda de que hubiera montado el cirio. Especialmente cuando el alcalde, Jordi Hereu, aseguró en su discurso que las terrazas de los cafés -así se llama la sección del cronista en La Vanguardia: 'La terraza'- no son un lugar menor, sino un espacio de convivencia ciudadana. De haber tenido réplica, les juro que Sagarra le habría preguntado a bocajarro: "Entonces, ¿por qué las cierra?". Ya no tiene el Bauma su agradable avancé, que a nadie molestaba -la acera allí es muy ancha-, y el Morrysom ha tenido algunos problemas con la suya, cosas que el Sagarra feroz, también conocido por Sagarrota, no perdona.
Pero hay otro Sagarra menos virulento, y es el que va a todas partes seguido por su amplia familia. Volvió a reunir a sus miembros en el Saló de Cent: su abuelo Ferran, concejal de la casa, diseñador del escudo de la ciudad; su padre, Josep Maria, de quien aseguró haber heredado "el mejor barcelonismo"; su madre, Mercè Devesa, que se carteaba con Lawrence Durrell; su mujer, María Jesús, que pacientemente transcribe al ordenador lo que él perpetra en su vieja Olivetti Lettera 35, corrigiéndole faltas y a menudo suprimiéndole "collonades" inútiles (la única persona capaz de hacerlo, puedo asegurarlo como jefe suyo que fui en este diario). Vino a partir de ahí toda la gran familia literaria, inventada: su tío Pere Pagés -que firmaba como Víctor Alba-; su hermano mayor, Josep Maria Carandell; el menor, Lluís Permanyer -el cual glosó la figura del galardonado y desveló un tremendo secreto sobre sí mismo: en cierta época de juventud, ¡odiaba Barcelona!-; su primo Enrique Vila-Matas, y su sobrino Marcos Ordóñez. Todos, vivos y muertos, estaban allí. Como también estaban las carnicerías, los estancos, las mercerías y los bares de su barrio, el Eixample, y por supuesto los perros que aparecen en sus crónicas: Ximo, Nano, Llull (también conocido por Raimundo) y Simón, cuyo propietario es Juan Marsé. Y naturalmente Maurizio Cataruzza, el célebre gato del cronista, natural de Espot y bautizado en Trieste con tocai friulano.
Pero había muchos otros monstruos en el Saló de Cent: Copito de Nieve ("nuestro Lautréamont enjaulado"), la Boqueria, Casa Leopoldo, el patufetismo-leninismo, la gauche divine, la cultureta, la Teresa que cantaba Ovidi, la "puta roja" Carmen Broto, la lencería fina, los habanos de todos los tamaños, los destilados de todas las latitudes, los "enemigos" -Boadella, Flotats-, los "amigos"-Strehler, Vitez, Puigserver: pocos teatreros acudieron sin embargo al acto; ¿y eso?- y tantos otros, como Simenon, Camilleri, Izzo, Manolo, Juliette Gréco, Paolo Conte, el jazz, los toros, el rugby, el boxeo, el bosque de Katin... No está mal para uno que, según propia definición, escribe "para no trabajar". Pero Permanyer advirtió de que eso no es verdad, de que Sagarra escribe para comer ("y come muy bien"). Y de que escribe sufriendo, en contra de las apariencias. Citó al respecto el inicio de una de sus célebre rumbas de Tele-exprés: "Voy por el quinto picón y todavía no me sale el artículo". Pero yo creo que Sagarra escribe sobre todo para molestar, que es la obligación que tenemos los periodistas, y por mi parte le molestaré diciéndole lo que menos le gusta oír: que es un maestro de periodistas. Y ya puestos, seguiré molestándole publicando que tras el acto le busqué sin éxito por el Morrysom, el Bauma, Can Pere y el pub Green-Park, donde sí encontré a su mujer, quien me confesó que el viejo maestro... ¡se había ido a dormir!
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