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Columna
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Sin Ángel González

Ángel González no se merecía que nadie redactase, ni siquiera sus mejores amigos, el consabido artículo necrológico cuando por fin dejó, hace apenas tres días, de fumar y beber y respirar. Lo que se merecía Ángel González era seguir bebiendo, fumando y respirando otra larga temporada en la tierra. Lo que se merecía el poeta era seguir haciéndonos felices con su presencia y con su poesía. Eso es lo que pensamos en el fondo de nuestro irrenunciable egoísmo infantil, aunque el escepticismo nos acorace a ratos. "En mi carácter hay una propensión al escepticismo", confesaba, "y al mismo tiempo siento la necesidad de creer en algo". Quien se adentre en su obra poética, reunida en Palabra sobre palabra, podrá corroborar la confesión: escepticismo y fe casi a partes iguales. Contrarios que se avienen sin disputa.

La retórica está en otra parte, en los mítines con que nuestros políticos en campaña fatigan la geografía nacional

Sus lectores bilbaínos pudieron comprobarlo hace un par de años, en la presentación del número monográfico que le dedicó la revista Zurgai. Fue la última visita del poeta a Bilbao, aunque nadie pensó en aquel momento que sería la última. Recitó de manera impecable sus poemas de siempre, los que muchos sabemos de memoria. Yo le pude decir, antes de presentarlo, que algunos nos salvamos de los viejos novísimos y de la inanidad neo-surrealista de las Diosas blancas (que causaban estragos hace un cuarto de siglo) gracias a su Tratado de urbanismo. La función terminó. Cenamos y salimos a la noche de las Siete Calles, pero en ninguna de las siete pudo Ángel González encontrar un refugio para celebrar con otro par de whiskys (vaso corto y dos hielos) su visita bilbaína. No tuvo más remedio que volver al hotel y, mientras tanto, recordar a su amigo Blas de Otero, a quien le dedicó más de un poema, y a su amigo Celaya, "Caballerito de Azkoitia educado en la Residencia de Estudiantes".

Hay poetas que escriben y poetas que se escriben, y tengo para mí Ángel González pertenecía a esta segunda clase, de la misma manera que varios integrantes de su grupo poético, empezando por Jaime Gil de Biedma. Estupendos fotógrafos de la realidad y de sus circunstancias. Nada de vaguedades. Las vaguedades son marca de fábrica de la clase política. La poesía, contra lo que supone el público, es el terreno de la precisión y de la claridad. Hasta la niebla se dibuja clara en los poemas de Ángel González. La retórica está en otra parte, por ejemplo en los mítines con que nuestros políticos en campaña fatigan la geografía nacional. La imprecisión, la vaguedad, la irregularidad no está en la arquitectura precisa del poema. Durante siete años, por ejemplo, la radio televisión pública vasca ha estado dirigida por un ectoplasma, un director cesado, una especie de sombra legal que marearía al mismísimo William Blake. Pero hablamos de poetas y no de directores de entes públicos o de burukides. ¿Hay acaso notables diferencias entre el EBB y la EITB?

La amistad, escribía Juan Cruz en Zurgai, "es central en la vida de este hombre ensimismado y a veces risueño". Leer a Ángel González es empezar a ser su amigo. Y los amigos hablan, dialogan, aunque no se conozcan o no puedan hacerlo. "Escucho con los ojos a los muertos", escribía Quevedo. Leer es escuchar y responder, como decía Borges, hasta el sin fin del tiempo. La cadena no acaba, pero los eslabones, desgraciadamente, terminan por romperse. Leo un poema que se titula Epílogo: "Ahora / sólo lo inesperado o lo imposible / podría hacerme llorar: / una resurrección, ninguna muerte".

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