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Columna
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Los empates nunca llegan

Soledad Gallego-Díaz

La campaña electoral que se avecina parte de una situación poco frecuente en la vida política española: los sondeos de opinión reflejan, por el momento, un empate técnico entre las expectativas de voto del PSOE y del PP, los dos grandes partidos nacionales. El precedente más claro sería la campaña de 1993, en la que Felipe González y José María Aznar arrancaron muy empatados, con la diferencia de que entonces el PSOE llevaba más de 10 años ininterrumpidos en el poder y ahora José Luis Rodríguez Zapatero cumple una legislatura.

También es verdad que desde que los socialistas perdieron la hegemonía política, las empresas de sondeos de este país no han acertado prácticamente nunca el resultado de unas elecciones generales. Probablemente, porque en España la victoria o fracaso de un partido depende en buena manera de la participación de sus propios simpatizantes, algo muy difícil de medir, especialmente mudable hasta los últimos momentos, sobre todo en el centro-izquierda. Por encima del 75% de participación (como ocurrió en 2004, 1996 y 1993, por ejemplo), el PSOE se mueve con mayor facilidad, mientras que por debajo del 70% encuentra serios problemas (en 2000, los populares consiguieron mayoría absoluta con una participación del 68,7%)

La dura legislatura que ahora acaba sugiere un periodo 2008-2012 radicalmente distinto

La realidad es que, hasta ahora, y afortunadamente, esos empates no se han mantenido, y que, llegado el momento, los resultados han permitido siempre formar mayorías de apoyo al gobierno de turno razonablemente claras. Nunca ha habido un empate o una victoria por un solo escaño, lo que es muy de agradecer porque hubiera configurado un Congreso muy complicado y una gestión política muy difícil de manejar.

Lo que si parece claro, de momento, es que los dos partidos llegan a las elecciones más bien con un catálogo de ofertas bajo el brazo, para cada grupo de ciudadanos, que con un discurso político global, cohesionado y claro. El programa del presidente José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, con su promesa de acercar al ciudadano la cosa pública y de modificar el talante crispado y de puro enfrentamiento político, ha quedado desvaído y resulta insostenible cara a este nuevo periodo. La evidencia es que esos cambios sólo son posibles con el acuerdo de la oposición y, en el caso del PP, ya existe la seguridad de que ni ha aceptado, ni va a aceptar, la menor relajación en ese sentido.

Mariano Rajoy, por su parte, sólo parece capaz de encontrar su mensaje en una visión catastrófica del presente y, ofertas concretas al margen, en un proyecto de sociedad más claramente conservador (en su sentido reduccionista de falto de innovación) que nunca.

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Puestas así las cosas, parece que a los ciudadanos se nos va a pedir que vayamos a las urnas con un objetivo muy simple, restrictivo y poco atractivo: impedir que gobierne el que menos nos guste. El PP moviliza a su gente al grito de "Fuera Zapatero" y el PSOE, a los suyos, con la amenaza del prematuro regreso del PP al poder, y, encima, en la misma versión que la que perdió en 2004.

Son argumentos de peso, sin duda. A veces, evitar un mal puede ser el mayor bien. Pero no está claro que electoralmente este tipo de llamamientos dé los resultados que algunos creen. Una campaña falta de auténtico contenido político, reducida a la lista de ofertas más o menos teledirigidas por sectores y al puro miedo al contrario, puede terminar por hastiar a los ciudadanos, cada vez más hartos de una idea de la política limitada a un simple juego de intereses.

Si las cosas siguen como están, lo que no tendría por qué suceder, lo previsible sería una campaña en la que gana quien comete menos errores. Una campaña en que el máximo riesgo lo correrán los dos partidos en los debates cara a cara entre sus dos candidatos y no en su búsqueda de un contrato político con la sociedad. Una campaña centrada en la capacidad de los dos candidatos presidenciales para no meter la pata y para puntuar en la cara del contrario. Mediáticamente puede resultar muy atractiva, pero desde el punto de vista del contenido de la próxima legislatura no querrá decir gran cosa.

Esa falta de precisión sobre el contenido político de los próximos cuatro años es curiosa, porque si en algo está todo el mundo de acuerdo es en que el periodo 2008-2012 va a ser radicalmente distinto al que acabamos de pasar. Y no sólo en el caso de que se produzca un cambio, sino también si el PSOE revalida su triunfo.

La dureza de la legislatura que ahora acaba ha dejado muchas enseñanzas. Un segundo Gobierno de Zapatero sería, probablemente, muy diferente al actual, con la lupa colocada en puntos muy distintos y con una autonomía, de líneas políticas y de ministros, muy superior a la actual. Sobre todo, si la victoria del PSOE es compatible no sólo con una mejora de sus propios resultados sino, especialmente, con una disminución del de los partidos nacionalistas. solg@elpais.es

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