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Columna
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Autores

Los autores son criaturas celosas. Igual que madres primerizas, querrían mantener a sus retoños toda la vida junto al regazo y evitar que conocieran personas extrañas, que se acercaran al hombre que reparte caramelos a la puerta del colegio o se enrolaran en alguna de esas excursiones que exploran vaguadas y precipicios. Citan el título de sus obras con la sensación de que un sabor a melaza o almíbar les recubre la punta de la lengua, y de noche, antes de apagar la lámpara de la mesilla, repasan morosamente algunas de las páginas que les pertenecen como intentando cerciorarse de que nadie les ha escamoteado una frase, de que ningún delincuente se ha atrevido a variar la posición de un adverbio o ha arrancado una consonante del puesto en que él la colocó. Para el autor, la obra es un equivalente del bronce, de la pervivencia, del fracaso del olvido: la inmortalidad, apunta Aristóteles, sólo puede obtenerse a través del arte o la descendencia. Quizá por esto el creador se muestre tan susceptible con aquello que ha producido, quizá por esto reciba cada mínima corrección como una ofensa personal, porque entiende que lo que está en juego es su propia existencia en la memoria, el nicho, por discreto que sea, en el futuro del museo o la biblioteca, esos grandes palacios del polvo. Los autores son criaturas miopes. No comprenden que, a pesar de todo, la vía más directa para alcanzar la eternidad pasa por la pérdida de los nombres, la transparencia y el anonimato. Las obras imperecederas de la humanidad son aquellas que carecen de firma, que pudieron haber sido elaboradas por todos o por nadie, que parecen haber surgido solas, como los resfriados: las pirámides, los poemas épicos, la mitología, las naciones. No sabemos quién fue Homero, ni siquiera si existió; cualquiera que recite el primer verso de la Ilíada estará creando un mundo promiscuo de dioses y lanzas, invocando a las musas del aire, penetrando en un río ancestral: cualquiera es Homero, tú y yo lo somos.

Por eso uno no puede contemplar sino con antipatía los esfuerzos esperpénticos de la Sociedad de Autores por controlar, fiscalizar, pesar y medir lo que se hace con las obras protegidas por su estatuto. Por cuanto parece, la Sociedad dispone de un ejército de funcionarios ocultos en las esquinas de cada barrio, que acuden de incógnito a los bautizos y las verbenas con el fin de supervisar que ninguna trompeta emite una nota indebida, ninguna que ampare el omnipotente copyright. Sabemos que un detective reclutado por la Sociedad llegó a denunciar a una casa de convites de Sevilla por permitir bailar a los invitados a una boda canciones que no les pertenecían, y que dicho local sufrió una multa millonaria; pero las cosas han parecido volverse del revés ahora que otro juzgado acaba de condenar a la propia Sociedad por haberse colado de rondón en una fiesta a la que nadie la había invitado. Entiendo que las manos sean cuidadosas con lo que escriben y que les disguste ver cómo otras manos más desaprensivas o con las uñas más sucias se aprovechen de lo que quedó sobre el papel; pero cuando ese interés por el hijo que se fue de casa se convierte en histeria y pretende colarse en dormitorios ajenos, llamar a horas de disparate a los teléfonos de los amigos, disponer de una lista pormenorizada de entradas y salidas, la cosa llega demasiado lejos. Me pregunto si esos autores acérrimos que pregonan el canon digital y aúllan contra la fotocopia llegarán a exigir cuota por cada lengua que recite un verso o pulmón que silbe una melodía; si pretenderán cobrar cada vez que el fotograma de una película ascienda a la memoria. Tal vez no comprenden del todo que publicar significa hacer público: y que sólo los padres egoístas impiden que sus hijos elijan por ellos mismos los caminos que desean recorrer.

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