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Reportaje:JUICIO 11-M

No fue ETA

Casi tres años de instrucción. Cien mil folios de sumario. Y el 15 de febrero, los focos se encendieron y medio mundo pudo ver el juicio oral por la matanza terrorista del 11-M. Un total de 57 sesiones por las que circuló un fantasma de la conspiración que no halló sitio en la sentencia.

Tres o cuatro días después de los atentados, el juez Juan del Olmo se percató de que el calendario de su despacho seguía detenido en el 11-M. Lo que al principio fue un olvido se convirtió enseguida en determinación. No arrancaría aquella hoja hasta que consiguiera reunir las pruebas suficientes para que los responsables de la matanza de Madrid fueran juzgados y condenados. Cada mañana, al llegar a la Audiencia Nacional, el juez observaba durante unos segundos aquella fecha detenida en su escritorio. Hubieron de pasar muchos meses -hasta años pasaron- antes de que el 11 de marzo de 2004 dejara de mirarle pidiéndole una respuesta.

-Sólo cuando estuvo seguro de que los culpables podían ser condenados, arrancó aquella hoja.

La confidencia, tal vez la indiscreción, parte de su entorno, porque Del Olmo siempre rehuyó la luz de los focos, y hasta cuando su labor como instructor del sumario del 11-M fue puesta en cuestión, optó por el silencio. Delante de él, durante casi tres años, fueron desfilando fanáticos religiosos y traficantes de explosivos, testigos que creyeron distinguir el rostro de un asesino en el zaguán de la tragedia y emigrantes avergonzados por la magnitud del crimen cometido por sus hijos, policías que se jugaron el tipo y otros de cuya incompetencia se alimentó la desgracia. El destino quiso que de una bomba que no llegó a explotar en la estación de El Pozo partiera un hilo muy fino, aunque suficiente, para conducir a los investigadores hasta los primeros sospechosos. La detención de Jamal Zougam -"La mejor decisión que tomé en mi vida", llegó a declarar un comisario— fue el principio de una larga y trabajosa investigación que desembocó en la mañana del 15 de febrero de 2007. Aquel día, entonces sí, todos los focos se encendieron y medio mundo pudo ver por televisión el inicio del juicio oral. Detrás del juez Gómez Bermúdez -por entonces una estrella en ciernes- se agolpaban los 100.000 folios que el silencioso Del Olmo había conseguido enhebrar.

-¿Se declara usted inocente de los cargos que se le imputan?

-Superinocente, señoría.

-El súper sobra. A partir de ahora, señor Zouhier, hable lo justito para su defensa. No le voy a permitir ni una. Si no hace caso, lo mando al calabozo.

El juicio, retransmitido en directo por Internet y televisión, no tardó en convertirse en un espectáculo. Aunque no siempre en un espectáculo judicial. En muchas de las 57 sesiones, el fantasma de la conspiración

-patrocinado por una emisora de radio, un periódico y un partido político- se colaba en la sala para desesperación de las víctimas, que seguían el proceso desde el fondo, apoyándose entre sí, sentadas muy cerca de los sospechosos.

Los dos extremos del dolor, separados tan sólo por un cristal blindado, vieron pasar ante sus ojos la película de los hechos. El desbarajuste de Mina Conchita, de donde fueron escamoteados los explosivos. La patética declaración de Manolón, un policía chapucero de Avilés ante cuyas narices un narcotraficante llamado Suárez Trashorras abasteció de dinamita a los terroristas. Los testimonios sobrecogedores de quienes compartieron lazos de sangre o de cama con terroristas ocultos bajo los disfraces más dispares: el de matón aficionado a las fiestas y a las drogas, el de fanático con la frente marcada por los golpes diarios contra la alfombrilla del rezo, el de hijo listo de un notario de Nador, el de atleta vago que huye del piso de Leganés justo antes de que los siete cabecillas de la matanza se suiciden… Pero, día tras día, cuando más concen¬trada estaba la sala con la reconstrucción de los hechos, una voz siniestra tomaba la palabra:

-¿No es verdad que un terrorista de ETA le pasó a usted la fórmula de la cloratita?

Cuatro o cinco abogados, siempre los mismos, aprovechaban cualquier circunstancia para colar en la sala una curiosa teoría según la cual ETA, Al Qaeda, el PSOE, la policía, la Guardia Civil y hasta los servicios secretos marroquíes se habían puesto de acuerdo para organizar el 11-M, matar a 192 personas y herir a otras 2.000 con tal de desbancar al PP del poder… Una espe¬¬cu¬lación sólo alimentada de pruebas falsas y mala fe, pero cuya incesante repetición consiguió calar en una parte de la sociedad.

El juez Gómez Bermúdez, tal vez para no ser tachado de oscurantista, dejó que las teorías más peregrinas se pasearan a cuerpo gentil por la sala -una de ellas sostenía que los suicidas no se suicidaron, sino que fueron asesinados, congelados y colocados en el piso de Leganés para cargarles la ma¬¬tan¬¬¬za-, e incluso permitió que los letrados de la Asociación de Víctimas del Terrorismo llamaran a declarar a un puñado de los más sanguinarios terroristas de ETA. La encarnizada lucha política, el eco rancio de los viejos odios, el blanco o negro sin grises, se habían conseguido infiltrar en el juicio hasta hacerse inseparables, de ahí que la mañana del 31 de octubre -fecha señalada para leer la sentencia-, la textura de la expectación se pareciera más a la de una ajustada contienda electoral que a la que suele rodear a un tribunal de justicia. Para colmo, y como metáfora del absurdo, mu¬¬chas de las víctimas tuvieron que seguir el último acto del juicio desde un sótano. El juez empezó a hablar y todo el mundo guar¬¬dó silencio.

Sus primeras palabras fueron para derribar la teoría de la conspiración, para condenar sin paliativos la mentira. Nada de ETA. Nada de siniestras conspiraciones entre los servicios de seguridad. Y sí muchas pruebas falsas introducidas a sabiendas por personajes tan extraños como un tal José Luis Abascal, abogado de Jamal Zougam. El tal Abascal se dedicaba día tras día a perseguir los fantasmas de la conspiración, jaleado desde el fondo de la sala por unos curiosos personajes de la extrema derecha. Al tiempo, su defendido, el tal Zougam, contemplaba cada vez perplejo una táctica que le conduciría irremisiblemente a la condena. De hecho, el todavía por entonces presunto terrorista utilizó el turno de última palabra para intentar tapar todas las lagunas dejadas por su de¬¬fensa. El juez Gómez Bermúdez, ya para entonces una figura mediática, un juez de película, un maestro a la hora de combinar la seda y el percal para manejar el juicio y su propia imagen, hizo un alto.

Todo el mundo sabe ya que, cuando finalmente el juez leyó la sentencia, las víctimas se echaron a llorar. Tuvieron que pasar mu¬¬chos minutos hasta que la madre de Daniel, que había seguido las 57 sesiones del juicio desde la misma silla de madera, vestida siempre de riguroso luto, saliera a la calle, cruzara el cinturón de seguridad y, plantada ante decenas de micrófonos, anunciara que las víctimas no estaban en absoluto de acuerdo con lo exiguo de algunas penas, con la absolución de El Egipcio o de Carmen Toro, la ex mujer de Suárez Trashorras, con los pocos años que tendrá que pasar en la cárcel el tal Rafá Zouhier. Pilar Manjón, que así se llama la madre de Daniel, dijo luego:

-Recurriremos la sentencia. Nosotros, desgraciadamente, tenemos todo el tiempo del mundo.

Su tiempo, su prisa, se paró aquel día, el mismo que, deliberadamente, el juez del Olmo dejó congelado en la hoja de su calendario para que, cada mañana, al entrar en su despacho, recordara que tenía una deuda pendiente, con Daniel, con Pilar, con tantos otros... 11 de marzo de 2004.

TRAS EL CRISTAL. Día 15 de febrero, primera sesión, en la sala blindada desde la que los 18 acusados presenciaron las vista oral del juicio del 11-M. En el centro, con chaqueta blanca, El Egipcio.
TRAS EL CRISTAL. Día 15 de febrero, primera sesión, en la sala blindada desde la que los 18 acusados presenciaron las vista oral del juicio del 11-M. En el centro, con chaqueta blanca, El Egipcio.EFE

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