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Columna
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Fumadores infumables

Dice el ministro de Sanidad que en Madrid fuman hasta los taxistas. Cuando así se expresa lo que quiere decir es que hay taxistas que se dan el lujazo de fumar dentro del coche y lo que es más grave que fuman con el bicho dentro. Puede parecer que lo del humazo empezó a ser un asco a partir de la Ley Antitabaco, pero lo cierto es que antes de que el Gobierno prohibiera taxativamente encender un cigarro en los vehículos de servicio público, ya constituía una evidente falta de educación el humear a un pasajero sin pedirle permiso.

La gran diferencia es que ahora es sencillamente un delito, un delito contra la salud pública que no está siendo perseguido ni castigado como merece. Una fechoría que más que la irresistible adicción del infractor lo que revela es su manifiesta chulería ante el cliente y los derechos que le asisten. Son por fortuna muy pocos, de hecho, según UGT más del 90 por ciento de los profesionales del taxi apoyó la Ley Antitabaco, pero los que así proceden son de temer. Así que no les aconsejo que entren en discusión con ellos si no quieren correr el riesgo de que les apuntillen con un destornillador.

Es un delito contra la salud pública que no está siendo perseguido ni castigado como merece
En realidad nadie en su sano juicio levantaría la voz para exigir que no le ahúmen

No es asunto baladí. Hace meses se me ocurrió decirle a un miembro del gremio que tuviera la bondad de apagar el purazo que estaba calzándose antes de que le vomitara en la tapicería. Aquel tipo, que olía incluso peor que su puro, no dudo en resaltar la excelencia de sus cojones para justificar la nube de humo en la que me mantenía envuelto. A duras penas pude abandonar el vehículo sin pagarle los cuatro euros que duró la desigual batalla que libré con la bandera bajada. Desde entonces ni discuto ni transijo. Con un estudiado gesto lastimero argumento que padezco asma y eso si les acojona. Nadie, ni los más garrulos quieren en su coche a un menda echándole el bofe en el cogote a golpe de convulsión expectorante.

Esa misma argucia me ha servido para disuadir a mi vecina de que no puede alimentar su adicción al tabaco en los dos metros cúbicos de aire que contiene el ascensor comunal. Con la oportuna y muy artística escenificación de un acceso de tos irrefrenable logré lo que nunca consiguieron mis reiteradas indicaciones para que retrasara unos segundos el encendido de su cigarro hasta alcanzar la calle. Soy consciente de que mi salud le importa un pimiento, pero la posibilidad de que la denuncie por daños y perjuicios le resulta ya más convincente. El camino es la ley. Madrid es, según el ministro Soria una de las regiones que más la incumple. A los ejemplos citados, que son algo más que anecdóticos, se une la trasgresión generalizada en los locales públicos, fenómeno al que no es ajeno el Gobierno autonómico. Su cuestionamiento de la norma, basada en su obsesión por chinchar al ostensiblemente chinchable presidente Zapatero, ha sembrado generosamente la confusión abriendo grandes brechas en sus manifiestas fisuras hasta fomentar la desobediencia civil.

El pasado fin de semana asistí a uno de esos maratones musicales que organiza una céntrica sala cultural de Madrid. Había como un millar de personas en un espacio que cubrían casi al completo de pie. Con la ley en la mano aquel no era sitio en el que se pudiera fumar lo que en ningún momento constituyó obstáculo alguno para los adictos. Cientos, puede que miles de cigarrillos fueron consumidos en las horas que duró el sarao estableciéndose una dura competencia entre los porros y el tabaco por imponer el tufo dominante. Los responsables de la sala ni se inmutaron.

Es evidente que la trasgresión está asumida y que ya no importa que los ojos escuezan o que la atmósfera sea irrespirable. En realidad nadie en su sano juicio levantaría la voz para exigir que no le ahúmen. En esas circunstancias el llamado fumador pasivo ha de rendirse a la evidencia y darse por jodido. Más allá de marcharse no tiene defensa alguna.

El martes se cumplen dos años desde la entrada en vigor de la Ley Antitabaco y el escaso control en empresas y establecimientos hosteleros hace que el capítulo de sanciones resulte casi anecdótico. Es verdad que ha bajado la venta de cigarrillos, que son muchos los fumadores que lo han dejado y que ha aumentado el respeto de los que siguen fumando hacia los que se abstienen. Pero la dictadura de los recalcitrantes sigue impune y no deben ser sus víctimas quienes tengan que plantarles cara. Dos años después esa ley requiere otra vuelta de tuerca. Una que aplique la tolerancia cero a los infumables.

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