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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Biografía de una decisión

José-Carlos Mainer

La triunfante supervivencia literaria de Clarín, más allá de un culto local ovetense, ha sido casi un milagro. Lo aborrecieron muchos de sus contemporáneos, que le temían, y siempre tuvo en contra a los tradicionalistas y ultramontanos, que eran (y son) legión. Entre los más jóvenes, Unamuno -que le debió tanto- fue cicatero en su reconocimiento, y Maeztu, impíamente agresivo; Baroja y Valle-Inclán, que mendigó sus reseñas, lo ignoraron. Sólo Azorín, otro deudor, lo alabó sin reservas en sus inicios pero ya no volvió a hablar de él. Los años veinte y treinta fueron de eclipse general de los valores decimonónicos, pero cuando en los cuarenta Galdós vio rebrotar su popularidad, Clarín fue vetado. E incluso la bibliografía académica le llegó tarde, ya mediados los sesenta, aunque fue de una espléndida altura científica e intelectual. Yvan Lissorgues, nuestro autor, lo demostró con dos ítems fundamentales sobre el pensamiento político y religioso de Clarín que aparecieron en 1980 y 1983. Y ahora revalida su magisterio con este nuevo libro.

Leopoldo Alas, Clarín, en sus palabras (1852-1901)

Yvan Lissorgues

Ediciones Nobel. Oviedo, 2007

1.174 páginas. 50 euros

Nos faltaba una biografía de Alas. Tenemos la de su amigo Galdós, de Pedro Ortiz Armengol, a la que poco más hay que pedir, y de Juan Valera, al que Clarín trató poco, vamos disponiendo de un epistolario -que compila Leonardo Romero- a cuya conclusión deberá esperar cualquier empeño biográfico. Con muy buen criterio, también Lissorgues ha confiado a las propias palabras de su retratado -en sus cartas, pero sobre todo en los artículos de prensa- la parte del león de este extenso recuento. La vida de Clarín fue una opaca rutina confortable que aliviaba aquello que Pardo Bazán (ambos no se estimaban nada) definió como "un alma tan dolorida en una complexión tan neuro-biliosa". Era suspicaz, sí, pero también vulnerable (adoraba a sus amigos) y, en cualquier caso, como señala su biógrafo, lo "neuro-bilioso" fue la consecuencia de una humillante y dolorosa tuberculosis intestinal que amargó su vida con estreñimientos y dolores crónicos, amén de fatigas pertinaces. Lissorgues sabe muy bien lo que dice cuando plantea que una vida, más que una hilera de acontecimientos, "es conciencia, grado de conciencia". Y eso, una enorme y generosa conciencia, fue el escritor más complejo y más culto del siglo XIX español.

Pese a ambos atributos, puede que tomara alguna decisión equivocada: quizá la peor fue haber cultivado en demasía aquella "crítica satírica" que era un género de lucimiento pero que convidaba también a la palabrería ingeniosa de la que abusaba a menudo. A vueltas de ella, nos ha llegado su memoria bajo el seudónimo que lo identifica, aunque sus mejores conocedores prefieran el nombre civil de Leopoldo Alas (en realidad, García-Alas). Un seudónimo no oculta, más bien patentiza y estereotipa. Como explicaba a su amigo Nogués, "pensé emplearle sólo para obras ligeras; hoy, como tengo por ligero todo lo mío, Clarín soy para todo". No creo que fuera muy sincero al escribir eso, o al presentarse así en 1881: "Yo soy Clarín (...) y sigo distinguiéndome por no tener pelos en la lengua y por ser entrometido". No era su mejor definición... En 1888, Francisco Giner de los Ríos, tan sagaz catador de almas, le amonestaba: "¿Es que todavía no ha tomado usted el modelo y oscila? Esto es, duda, ni siquiera sabe a punto fijo si es crítico o novelista o periodista". Aunque también Giner creía saber de fijo que "usted no es un dilettante, aunque no sé bien todavía quién es usted. Es decir, sé perfectamente que usted es uno de los hombres que hacen más poética labor de desasnar a los demás". Esta biografía deja muy claro que Giner llevaba toda la razón y aquí y allá consigna el eco permanente de los proyectos aplazados, mucho más suyos que tantos artículos a vuelapluma: aquellas novelas sobre seres dubitativos como Una medianía, Juanito Reseco o Esperaindeo (que soñaba dedicar a Galdós); aquel drama La millonaria, que a lo mejor se parecía (lo he pensado a veces) a La visita de la vieja dama, de Dürrenmatt.

No es que desdeñemos al analista político que diseccionó la política y la persona de Cánovas, ni al mejor lector de novelas de su tiempo. Y no sólo de novelas: para el Clarín de 1896, "el libro, el libro es una especie de espiritismo-verdad; es, en lo humano, lo que el dogma católico de la comunión de los santos". Pero evidenciarlo por escrito no era siempre tan fácil, ni había tiempo material para hacerlo... Por eso, al saludar en un generoso prefacio la tarea incipiente de un joven colega, Rafael Altamira, escribió unas frases estremecedoras, pero, a la vez, muy sinceras: "Si yo quisiera hacer una síntesis fiel, exacta, ingenua, del resultado actual de tantos miles de batallas que se han dado en mi corazón y en mi cerebro, la fórmula adecuada y acaso más bella la encontrara en el silencio".

El silencio... Lo que nunca le rodeó, en un país lleno de palabras, y lo que tampoco se atrevió a proponerse como auto-terapia. Dejó patente, en todo caso, que discrepaba de casi todo. Su vinculación política al posibilismo de Castelar es un ejemplo: le constaba que en el castelarismo había mucho de mercancía averiada y hasta de oportunismo, pero el propio Castelar -ese gran desconocido- le ganaba el corazón porque veía en él algo más que profusión y grandilocuencia. También cuando abrazó el misticismo religioso -pero nada católico- de sus últimos años era consciente de vincularse a algo demasiado gaseoso, pero no todo podía reducirse a la áspera batalla contra los estúpidos católicos y los mequetrefes que le acosaban: el obispo Martínez Vigil que le denunció por haber regalado ejemplares de La Regenta a sus alumnos, o por haberse batido en duelo con Emilio Bobadilla; el resentido Navarro Ledesma que le abofeteó en el Ateneo de Madrid, a la vista de Giner y Azcárate; el obispo de Salamanca que buscó la expulsión de su amigo, el penalista Dorado Montero, de su cátedra salmantina...

¡Tanta mediocridad ambiente y tanto por hacer! Los años finales -que Lissorgues ha narrado con especial intensidad- resultan casi febriles para Alas: cada vez más radical en su kulturkampf hispano y personal, cada vez más interesado por la sensibilidad socialista y tan profundamente crítico con la política colonial como conmovido por el sacrificio de tantos españoles de fila. Es muy posible que la breve vida de Clarín tuviera de añadidura secretos que nunca conoceremos, como sus paisanos nunca conocieron los de la sorda y anciana Doña Berta ni las congojas del desdichado Bonis, ni las de Ana Ozores, o como nunca se llegaron a ver los dos personajes de 'El dúo de la tos' (la mayoría de los relatos del autor nos hablan de la imposibilidad de saber algo del corazón de los demás). Pero esta biografía tan meticulosa y a la vez tan vehemente en su simpatía, tan llena de rigor y conocimiento, nos aproxima al calor que emana de unos huecos que su autor ha tenido muy presentes. Lástima que este memorable trabajo y la estupenda ejecutoria de la editorial que lo ha acometido se hayan visto empañados por una tipografía pródiga en erratas (y hasta en faltas de ortografía) y que ha convertido en un caos los usuales cambios de tamaño de los tipos. Seguro que una próxima edición, que el libro merece, enmendará estos descuidos. -

Retrato del escritor Leopoldo Alas, Clarín, realizado por el pintor y escultor ovetense Víctor Hevia.
Retrato del escritor Leopoldo Alas, Clarín, realizado por el pintor y escultor ovetense Víctor Hevia.

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