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Reportaje:

La Ryder del 97, un pálido recuerdo

Pasa sin pena ni gloria el décimo aniversario del gran acontecimiento de Valderrama

Carlos Arribas

Diez años después, la Ryder Cup es cuatro fotografías colgadas en algunos cuartos de la casa club de Valderrama.

Diez años después, para Miguel Ángel Jiménez, el único protagonista español que sigue jugando regularmente, la Ryder de 1997, disputada en septiembre, es el recuerdo de la energía atómica de Severiano Ballesteros, el capitán, a quien, cuenta, sólo le faltó quitar el palo a los golfistas y dar él mismo los golpes victoriosos. Para Ballesteros, el líder carismático, la Ryder de Valderrama es una tromba de agua el viernes, el miedo a no poder comenzar, una tormenta tempestuosa el domingo, "la de San Quintín", que inundó las celebraciones de la victoria de Europa sobre Estados Unidos 15 minutos después de haber comenzado.

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Para ninguno de ellos, para nadie en realidad, el décimo aniversario de uno de los más grandes acontecimientos deportivos celebrados en España merece siquiera el esfuerzo de ser celebrado. "¿Por qué voy a celebrarlo?", dice Ballesteros, un deje amargo en la voz, orgullosa; "si tuviera que celebrar el aniversario de todo lo que he ganado... Recuerde, dos veces el Masters de Augusta, tres el Open Británico... Y, además, aunque la Ryder sea especial, es imposible juntar otra vez a todos, a los 12. Si no lo consigo ni para el Seve's Trophy...".

El Trophy, la versión interna de la Ryder que Ballesteros, el boxeador que libera su adrenalina ante un saco todas las mañanas, el amante del cuerpo a cuerpo, creó para enfrentar a las islas con la Europa continental y cuya última edición sólo sirvió para que Nick Faldo, inglés, reprochara a Colin Montgomerie, escocés, su escaso compromiso colectivo.

Los 12 de Valderrama. Los cinco rookies -Garrido, Westwood, Clarke, Bjorn y Parnevik- son ya veteranos con más pasado que futuro; Rocca y Johansson son dos sombras de lo que fueron; Woosnan, Faldo y Langer, los tres de los fab five -la generación nacida a finales de los cincuenta que revolucionó el golf europeo y conquistó América- que empuñaron los palos, se ceden ahora, uno a otro, la capitanía de los equipos europeos en la Ryder -en 2008 le toca a Faldo; Lyle, el cuarto del grupo, ya estaba fuera de juego por entonces, y el quinto, Ballesteros, el capitán del 97, lleva ahora, a los 50, vida de jubilado del golf profesional-; y los dos que formaron el núcleo duro de esa Ryder y de algunas más, Montgomerie y José María Olazábal, ya entrados en los 40, se resisten, pese a todo, a dejar las armas: Montgomerie combate todas las semanas y Olazábal lucha por recuperarse de un rebrote de la enfermedad que le paralizó en 1998.

Pero en 1997, diez años más jóvenes, diez veces más fuertes, protagonizaron un acontecimiento, impartieron una lección de juego colectivo, infligieron una histórica derrota al equipo estadounidense, que llegaba en la cresta de la ola de la tigermanía naciente, exhibiendo a Tiger Woods, el mejor jugador de la historia, por primera vez fuera de su casa.

Fue la Ryder de los transatlánticos atracados en Gibraltar para paliar la falta de hoteles en la zona; la de Michael Jordan, ya el rey de los habanos, y la de George Bush padre, entonces el único con ese nombre que había vivido en la Casa Blanca -su hijo era aún gobernador de Texas-, entre las cuerdas rodeados de aficionados, de esposas de jugadores con chubasqueros chillones de barras y estrellas, de Seve por todas partes, imparable en su buggy. "Fue una semana histórica en todos los sentidos", cuenta Ballesteros; "fue un triunfo histórico, fue la primera vez que se jugaba fuera de las islas, la primera que alguien, yo mismo, la ganaba como capitán tras haberla ganado como jugador, y para España, para todo el golf europeo, fue muy importante. Marcó un antes y un después".

Un antes y un después en todo. También, en la forma de motivar al equipo, de crear grupo. Todo nacía en la energía de Ballesteros. "Y me han criticado mucho porque estaba en todas partes, pero quienes me critican son unos ignorantes", dice; "pensaban que hacía una función no correcta, pero sí lo fue. Se trataba de apoyar y motivar a los míos y meter presión, de asustar, a los otros. Y desde entonces todos los capitanes han intentado lo mismo".

Olazábal, con quien como jugador logró la química perfecta, fue también su fetiche. "Jugó un papel fundamental", recuerda Ballesteros; "es un gran amigo y un gran campeón. Un señor. Es mi mejor amigo, el único que no me ha fallado".

¿Y Jiménez? Jiménez, pese a pasar de los 30, era aún una promesa, un jugador al que le faltaba tiempo para llegar a su máxima expresión y a quien Ballesteros eligió como ayudante. "A Jiménez le cogí", dice el cántabro, "porque era mi amigo, porque estaba en línea ascendente, porque estaba convencido de que acabaría entrando en el equipo como jugador, como así sucedió, que desde 1999 es un regular, y porque conocía muy bien el territorio. Lo de su optimismo y buen humor le llegó después. Entonces era más reservado, más callado".

Severiano Ballesteros aplaude a José María Olazábal, que exhibe la Copa Ryder ante Nick Faldo (tapado) y Bernhard Langer.
Severiano Ballesteros aplaude a José María Olazábal, que exhibe la Copa Ryder ante Nick Faldo (tapado) y Bernhard Langer.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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