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SAN SIRO Y EL 'CALCIO' | Fútbol internacional
Columna
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La espera

En esta era de la comunicación y de la información desbordada, en la que las noticias rebasan los televisores, las radios, los ordenadores, los periódicos, y nos persiguen incluso desde nuestros teléfonos móviles; en estos tiempos en que al fútbol le crecieron ramas y es imposible asomarse a la ventana, abrir un periódico o encender la tele y no sentir fútbol; leer, oler y escuchar fútbol, en cualquier idioma y en cualquier formato, llegan los derbies reclamando atención en medio de la vorágine de partidos para ordenar el calendario y unificar miradas.

Los clásicos son un oasis en el frenesí de la temporada, un sitio donde sentarse a repasar el año. Los analistas comienzan su labor el lunes, si no antes, intentando anticipar el desarrollo del partido. Adivinan formaciones y pronostican resultados o aventuran escenarios y saltan las alarmas de hipotéticos incendios. Los directivos sacan la brújula y el catalejo, usan la semana del derby como marca para situarse y otear el horizonte. Cualquiera que sea el partido del miércoles, esa semana desaparece entre otros titulares, se pierde en la sombra de otra historia. Los futbolistas, que vivimos la temporada día a día y sólo nos interesamos, por prudencia, en el rival de la próxima fecha, tenemos ese partido subrayado en el almanaque desde el día del sorteo.

El hincha se concede, por fin, una pausa; se da el lujo de anhelar el partido. La espera es la argamasa del deseo, el fundamento donde se asientan los pilares que construyen la memoria, el espacio donde crecen la ilusión y los temores, un componente perdido en esta época de emoción inmediata, de pasión alternada con zapping. Los días que anteceden a un derby permiten que ese deseo tome forma hasta convertirse en unas ganas irrefrenables de ser parte de la fiesta. La gente hace porras y ensaya desenlaces felices, los memoriosos visitan recuerdos de equipos sin defensas y porteros sin guantes. La semana se trabaja y el domingo hay Fútbol, con mayúsculas.

Una vez allí vibramos con la fuerza de los coros y cantos, sustos y alegrías, con manos que aprietan una bandera, un periódico, otra mano. Cualquier vecino de butaca es un amigo y cada gol se eleva al cielo en andas del grito inequívoco de un estadio enardecido.

El ganador vuelve a casa agitando los colores y riendo con los colegas, consumiendo ese momento a traguitos para hacerlo durar todo lo que sea posible. El partido, sin embargo, es más largo para el derrotado, que pliega la pasión como una bandera y se guarda la angustia hasta el año que viene.

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