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Columna
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África, tan cerca, tan lejos

La cumbre celebrada hace unos días en Lisboa entre Europa y Africa ha terminado, más allá de las apariencias, las sonrisas, las fotos, y las buenas palabras, en un sonoro fracaso. Hace justamente ahora un año, una reunión similar celebrada en Pekín finalizó con amplios acuerdos entre China y los países africanos que se concretaron en importantes paquetes de inversiones, préstamos, y asistencia técnica. En los últimos años, el gigante asiático ha multiplicado su comercio con Africa, a la vez que ha incrementado su cooperación técnica y financiera con la gran mayoría de los países del continente.

Mirándose al ombligo mientras contemplan el sufrimiento y la miseria, los gobernantes europeos se quejan amargamente de la creciente presencia china en el continente africano, aduciendo que con sus inversiones y sus préstamos buscan únicamente su propio interés, olvidando la falta de libertades y la violación de los derechos humanos por parte de muchos gobiernos de Africa. Con tal de asegurarse el aprovisionamiento de algunas materias primas, los chinos miran para otro lado, mientras sostienen en el poder a gobiernos autoritarios y regímenes dictatoriales. La verdad es que no deja de ser curiosa esta forma de argumentar por parte de quienes no tienen ningún escrúpulo para hacer todo tipo de negocios en la propia China que, como es bien sabido, constituye todo un ejemplo de democracia y respeto por las libertades cívicas.

Los chinos hacen carreteras o centrales eléctricas, y nosotros les largamos sermones

Me imagino la fascinación que debe producir en muchos países africanos el pulcro discurso europeo sobre los derechos humanos. Es evidente que las generaciones actuales de europeos no son responsables de las atrocidades cometidas por sus antepasados, pero no es menos cierto que nuestra actual forma de vida se asienta, no sólo sobre una historia de brutal violación de los derechos humanos -incluyendo el tráfico de millones de personas trasladadas a América como esclavos-, sino también sobre una enorme desigualdad económica y social entre ambos continentes. En su libro África, pecado de Europa (Ed.Trotta, 2006), Luis de Sebastián nos recuerda que un niño recién nacido que logre pasar desde Sierra Leona a las islas Canarias incrementará -en términos estadísticos- su esperanza de vida en cuarenta años.

No es extraño que, en esas condiciones, muchos ciudadanos africanos decidan jugarse la vida en el mar y subirse a los cayucos de la muerte. Ante ello, Zapatero propuso en Lisboa un gran pacto entre Europa y Africa sobre la cuestión de la emigración. Gadafi, el ahora amigo sobrevenido, le contestó con su habitual demagogia -y es que así se las ponían a Fernando VII- que lo que tiene que hacer Europa es devolver los recursos expoliados durante siglos o, en caso contrario, aceptar en su mesa como invitados a los africanos que lleguen.

Lo que está claro es que, hoy por hoy, en África prefieren a los chinos. A lo mejor es porque no les conocen tanto como a nosotros, viejos vecinos desde hace siglos. Es difícil prever lo que pueda suceder a medio plazo, las consecuencias de diverso tipo que -para todos- se deriven del modelo impuesto por el país asiático. Pero en cualquier caso, en el corto plazo, ellos construyen carreteras, hospitales o centrales eléctricas, mientras nosotros les largamos sermones sobre unos derechos de los que nunca han gozado. Cuestión de credibilidad.

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