La feria de la Sagrada Familia
Cada diciembre, todos los diciembres, se obstinan en llegar con sus Navidades guardadas en lo más hondo, fresco, del equipaje, y así recuerdan a esos tíos y primos del pueblo que se presentaban cada año con sus cajas de chorizos y de morcillas y de dulces. Sábado de diciembre, y de crónica navideña y de guirnaldas de escarcha plateada en los puestos de la feria que, a la manera un villorrio medieval, se extiende al pie de la Sagrada Familia. La gente anda en la espesura de esta tarde encogida de frío, con los brazos cruzados, como sujetados por camisas de fuerza, con gorros y guantes de lana, y los niños se suben el tapabocas hasta los ojos, y algunos hombres, que acaso quieren hacerse pasar por espías, se agarran con una mano las solapas de sus abrigos, y una mujer da saltitos de frío mientras espera el autobús. Y desde la fachada con que Subirats inmortaliza la catedral de Gaudí, igual que un crítico de una revista de pueblo inmortaliza su firma comentando el disco de un dinosaurio del rock, la escultura de Jesucristo atado a la columna me ha traído el recuerdo de la novela de Ángel Samblancat Jesús atado a la columna, donde este escritor federal y libertario, aquí con algo de Gorki y de Bonafoux, pintaba su Barcelona de 1925, la penumbra del puerto con el mar congelado junto a los diques, y con personajes que soñaban un Tibidabo de jamón para comérselo. A la Sagrada Familia, este cronista le tiene casi tanta fe como a las chimeneas de la Fecsa (catedral proletaria, con su mártir sacrificado a tiros franquistas en 1973), y cuando pasa junto a este templo delirante y modernista le fascina la eventualidad de que surja una rima azarosa, la posibilidad de que la justicia poética quiera manifestarse con un nuevo golpe de efecto y, en evocación de la muerte de Gaudí atropellado por un tranvía, se dé la circunstancia de que sea un tren de última generación lo que desbarate los cimientos del edificio.
Sábado de crónica navideña y de megafonía con villancicos que aún les cantan a los remiendos -yo me remendaba, yo me remendé- de los pastorcillos, grabados en cedés de coros infantiles que se arrancan por Manolo Escobar y por Raphael. Casetas con papanoeles de juguete que ejercen su derecho a escalo, y con panderetas de plástico que tienen un payasito estampado, y con figuritas de caganers y de pixaters en un alarde de paridad de los tiempos, y con zambombas con lazos de papel de colores, y con los troncos sonrientes del tió, y con metros de mangueras enrolladas, parpadeantes, que son exhibidas en los balcones en desleal competencia con los neones de las whiskerías. Un señor viejo, que arrastra un pie por la tierra del parque, vende encendedores, cuatro por uno. Y otro señor de más de 40 años le explica a un amigo el Scalextric que se ha comprado. En el parque de la Sagrada Familia hay árboles iluminados con sartas de bombillitas, y unos estudiantes secundarios y obligatorios, subidos a un banco, como marinos amontonados en los restos de un barco, hablan de sus madres, y Papá Noël se deja fotografiar por las familias en el yermo de su tarima. La niña de las poinsetias aborda con su pregunta: "¿Una plantita, jefe?". Empieza a llover desde lo más solitario de la tarde, pero la gente continúa curioseando entre las casetas, y alguna señora se ha atado un plástico a la cabeza, como si fuese un pañuelo de salir al campo, y por los altavoces una voz dice: "Señoras y señores, niños y niñas, debido a la situación climática Papá Noël se tiene que marchar hasta el año que viene". Entonces los comerciantes se quejan del viento del otro día y del agua de hoy, y les desean a sus clientes felices fiestas. Dos hermanitos se dan puntapiés entre unos abetos a mitad de precio.
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