Neurociencia y ética
La interdisciplinariedad, esa expresión tan manida como poco practicada, es a todas luces una necesidad social. Aunque en las universidades siga habiendo algo así como fosos con cocodrilos entre las ciencias "duras" (las naturales), las "blandas" (sociales y de la salud) y las humanidades, lo bien cierto es que ni un solo problema puede abordarse con rigor en solitario. De Solo ante el peligro habríamos de pasar a la colaboración sincera, si no queremos acabar en La jauría humana. Teniendo en cuenta que en este trabajo compartido son también indispensables los "legos" en las distintas materias, los ciudadanos de a pie, que son también afectados.
Un ejemplo palmario de esa necesidad -sólo uno- es el de las neurociencias, que tan valiosas aportaciones vienen haciendo al bienestar humano y, a la vez, tal cantidad de desafíos están planteando al conjunto de la sociedad.
Mundo intercultural y ciudadanía cosmopolita son objetivos éticamente deseables
Las neurociencias, como sabemos, son ciencias experimentales que intentan explicar cómo funciona el cerebro, sobre todo el humano; y dieron un paso prodigioso al descubrir que las distintas áreas del cerebro se han especializado en diversas funciones y que a la vez existe entre ellas un vínculo. Las capacidades de razonar y sentir están misteriosamente ligadas, de modo que los fallos emocionales pueden llevar a conducirse de forma antisocial a gentes que, sin embargo, razonan moralmente bien.
El caso de Phineas Gage, en 1848, en Nueva Inglaterra, fue espectacular. Un capataz de la construcción, querido y admirado por compañeros y jefes, sufre un terrible accidente que le daña el cerebro y con el tiempo su conducta cambia radicalmente. Se convierte en un ser agresivo, desagradable, del que todos huyen, a pesar de que sigue manteniendo su capacidad de razonar. Tras el accidente, "Gage no es Gage", dirá Damasio en El error de Descartes.
El Dr. Jekyll, serio y responsable -podemos decir por nuestra cuenta-, se puede convertir por perturbaciones cerebrales en Mister Hyde, en un ser incapaz de anticipar el futuro, prever consecuencias y asumir responsabilidades. Justamente, cuando el hombre es el animal capaz de hacer promesas.
Todo esto abre, claro está, un universo de posibilidades para hacer real ese principio de la ética científica que es el de beneficiar sin dañar.
Se dice que podremos prevenir enfermedades como la esquizofrenia, el Alzheimer o la arterioesclerosis, mantener una salud neuronal decente hasta bien entrados los años, como también diagnosticar, prevenir y tratar tendencias, como las violentas, que dañan a la so
-ciedad, pero también a los violentos mismos.
Al parecer, las tendencias violentas tienen su origen en la estructura del cerebro, y un déficit en ella predispone a conducirse de forma agresiva. Como por fortuna no somos esclavos de nuestra biología, sino que la mayor parte de nuestra conducta depende de la interacción con el medio, es posible tomar medidas quirúrgicas y farmacológicas, pero sobre todo educativas. Cuantos más datos tengamos sobre nosotros mismos, mejor orientada irá la educación, que debería ser cuestión prioritaria en cualquier país.
Ahora bien, como el principio de beneficiar está ligado al de no dañar, importa tratar esos datos con sumo cuidado para no estigmatizar a determinadas personas aun antes de que actúen, para no violar el deber de confidencialidad utilizando los conocimientos con fines policiales, laborales o eugenésicos, y para no eximir de responsabilidades a quienes sí podían obrar de otro modo. De hecho, los jueces tratan este tipo de información como un elemento más a la hora de decidir, pero no como determinante. A todo ello se añade la necesidad de repensar ciertas claves del mundo humano como en qué consiste la identidad de una persona y en qué medida es legítimo intervenir en su cuerpo sin su consentimiento. Con todo ello nace la ética de la neurociencia, en la que han de trabajar expertos de los distintos saberes y ciudadanos legos en esas materias.
Sin embargo, también se abre otro camino de investigación conjunta y de intervención social que no es menos importante. Aunque la conducta personal depende sólo en parte de la dotación genética -según se dice, representa sólo un 25 por ciento-, mientras que el resto depende de la interacción con el medio, parece que cuentan algunos neurocientíficos que esa dotación ya viene marcada por unos códigos de conducta que se han ido grabando en nuestros cerebros durante millones de años de evolución. Descubrir esos códigos nos ayudará a seguir el consejo socrático de "conócete a ti mismo", nos ayudará a comprendernos mejor, lo cual es siempre una ganancia.
Por ejemplo, experimentos como los de McConnell y Leibold muestran que estudiantes de raza blanca no especialmente racistas reaccionaban con miedo ante fotografías de personas de raza negra, aunque ellos mismos no lo percibieran así. Lo mismo ocurrió con estudiantes de raza negra a los que se enseñaron fotografías de gentes de raza blanca. Excepto, en un caso y otro, cuando se trataba de personajes conocidos, que entonces no provocaban miedo.
Con experimentos como éstos -cuentan algunos neurobiólogos- se descubre al parecer un código social inscrito en nuestro cerebro que nos lleva a reaccionar frente a los diferentes con miedo y agresividad y a desarrollar conductas violentas contra ellos. Reacción presente en todas las culturas y que tiene una explicación evolutiva: hace cinco mil generaciones éramos apenas diez mil individuos y de ellos provienen los genes, que son los mismos en un 99'9 por ciento.
Durante millones de años los seres humanos han vivido en grupos homogéneos, sumamente reducidos, y el principio evolutivo de supervivencia les ha llevado a solidarizarse internamente y a repudiar a los diferentes, a los extraños. Por eso nos importan las personas concretas y cercanas, no los lejanos, porque -se dice- si estamos programados para salvar a un individuo que tenemos delante, todo el grupo sobrevivirá mejor. "Ojos que no ven, corazón que no siente".
Conformarse a las normas de la propia sociedad y preocuparse por los cercanos es entonces un código grabado a fuego en nuestro cerebro, según algunos descubrimientos neurobiológicos.
Ahora bien, como de estas premisas -creo yo- no podemos sacar la conclusión de que conviene volver a los pequeños grupos de gentes homogéneas, hacer guetos en los que no entren los diferentes y promocionar la separación entre etnias y razas, justamente cuando nos hemos propuesto objetivos tan éticamente deseables como la construcción de un mundo intercultural y la configuración de una ciudadanía cosmopolita que tenga por clave el respeto activo al diferente, la protección de los derechos de todos los seres humanos y el empoderamiento de sus capacidades vitales, parece que nos queda mucho camino por andar.
Un camino en que ha de implicarse la sociedad en su conjunto, si es que queremos llegar a buen puerto.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.
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