Patrimonio
El problema de la vivienda ha generado un extraño consenso generacional: a los hijos les preocupa el acceso a una primera casa; a los padres, el pago de la hipoteca o el alquiler de la que tienen; y a los abuelos el poder vivir en su hogar de toda la vida sin amenazas ni coacciones. Esta reflexión la he encontrado en un informe sobre las quejas recibidas en la oficina del Defensor del Ciudadano de Málaga. El documento analiza la gravedad del problema para conseguir una casa digna que tienen muchos ciudadanos y advierte de que, si ese hecho es preocupante en los primeros estadios de la vida, es todavía más descorazonador entre las personas ancianas. Es el caso de esos arrendatarios, muchos de ellos enfermos y pobres, que están sufriendo el acoso de los denominados asustaviejas, esos nuevos forajidos de la ley de propiedad horizontal.
La expulsión de sus viviendas de personas mayores es una condena segura al desarraigo y a la marginalidad
Dice el informe que, sólo en Málaga, esta oficina del Defensor tramitó 40 expedientes por acoso inmobiliario que tenían como protagonistas a inquilinos de avanzada edad. Relata que todos acudieron a esta institución cargados de indignación e impotencia por las amenazas que venían padeciendo. En general, estaban siendo coaccionados para abandonar edificios que durante décadas habían logrado mantener y de los que ahora les pretendían echar, justo en el momento más difícil de sus vidas. El problema no es menor. La expulsión de sus viviendas es, en ocasiones, también una condena segura al desarraigo y a la marginalidad. Además, en la mayoría de los casos, estas personas, con apenas conocimientos legales, se enfrentan a empresas especializadas en la adquisición y rehabilitación de edificios que logran su propósito por la indiferencia, cuando no la complicidad, de los propios organismos responsables de velar por la legalidad.
Como la situación es fácil de entender, hay ejemplos que se pueden explicar en unas líneas. En la calle San Félix Cantalicio, en el barrio malagueño de Capuchinos, los bomberos alertaron en marzo de 2005 de la necesidad de reparar la cubierta de teja y los falsos techos interiores del edificio ubicado en el número 11. Algo, en principio, sin demasiada importante. Se advertía además de la urgente reposición del revestimiento exterior de los muros, ante la situación de abandono del inmueble y las continuas denuncias de los inquilinos sobre las malas condiciones de habitabilidad. Pero ni la propiedad lo hizo nunca, ni el consistorio les obligó. Y tiempo hubo más que de sobra para hacerlo. El inmueble terminó, en poco más de un año, con una declaración de ruina y los vecinos a un paso de la calle. Fue uno de los casos que la oficina llevó a la fiscalía de Málaga y el detonante para que el ayuntamiento tomara conciencia del problema y anunciara un seguimiento especial a otros casos similares. Era solo la punta del iceberg.
En muchas calles cualesquiera de cualquier centro histórico de una ciudad española cualquiera hay vecinos que entran en sus casas haciendo ruido con las llaves para no pisar a las ratas. En algunos de esos inmuebles habitan en soledad personas que viven encerradas en paredes con desperfectos, pilares apuntalados y goteras en el techo. Listos para ser desalojados minutos antes de que el edificio les caiga encima por la indiferencia de todos. Ésta bien que la oficina del Defensor del Ciudadano, de la Diputación Provincial de Málaga, haya recordado a estas personas en su informe de este año. Son el último escalón de ese consenso generacional en torno al problema de la vivienda: las dificultades para lograr un lugar donde caerse muerto es la única herencia que en algunas familias pasa de padres a hijos. Y no parece que a estos ciudadanos les vaya a afectar ni poco ni mucho la promesa electoral de quitar el impuesto sobre el patrimonio.
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