Última llamada
Desde los ventanales de la sala VIP, el ejecutivo observa a los que corretean ahí abajo, en la terminal B, como hormiguitas atareadas. La mayoría de la gente viene a recoger amigos y parientes, pero los abrazos de reencuentro no son especialmente efusivos. La terminal B recibe vuelos europeos. La gente que llega aquí nunca estuvo demasiado lejos.
De todos modos, el ejecutivo los observa con interés. No recuerda la última vez que alguien le dio un abrazo. En este preciso instante, ni siquiera sabe si acaba de aterrizar o está esperando para embarcar. Con sorpresa, descubre que le da lo mismo. Lleva media hora apoltronado en un sofá alimentándose de frutos secos y escribiendo números en un portátil. A su alrededor se desparraman diarios en tres idiomas. Podría estar en cualquier parte.
Se acerca a la repisa de los licores y se sirve un whisky en un vaso de plástico. Se lo bebe de un trago y se sirve otro. Se afloja la corbata y sale a pasear. Frente a la sala VIP, los pasajeros de un vuelo retrasado esperan su embarque. Una mujer duerme extendida sobre las butacas. Una chica apoya la cabeza en el regazo de su novio. El ejecutivo bebe un trago de su whisky y le parece que todo a su alrededor ocurre en cámara lenta.
Necesita lavarse la cara. Entra en el baño. En el espejo, se topa con el reflejo de un hombre calvo y bien vestido que llora sentado en un retrete.
El ejecutivo retoma su vaso y continúa su recorrido. Atraviesa chocolaterías, cafeterías, pastelerías y licorerías, sobre todo licorerías. El mundo desde ahí parece un centro comercial para alcohólicos con sobrepeso.
Finalmente, llega a la frontera con la terminal A. Un guardia le pide su pasaporte. El ejecutivo se lo enseña y accede a las puertas de embarque para vuelos intercontinentales. La composición social de los pasajeros sufre una ligera variación en esta área. Hay menos pieles blancas y más acentos. El ejecutivo se detiene en un bar y pide unos cubitos de hielo para su vaso. Luego se acerca al cristal y pega la cara contra él. Contempla el paisaje. Del otro lado de la pista de aterrizaje están construyendo otra terminal. Entre ambos edificios, los aviones cargan y descargan carne humana.
-Perdone, ¿le pasa algo?
El empleado del aeropuerto parece haber salido de la nada. El ejecutivo se fija en la pantalla del mostrador más cercano: es un vuelo a Bogotá. Esos siempre tienen más vigilancia. Discreta pero efectiva.
-¿Va a embarcar en este vuelo? -pregunta el empleado.
El ejecutivo niega con la cabeza. Trata de explicar su presencia ahí. No se le ocurre nada. Finalmente, dice.
-Perdí... algo. En un avión.
-Objetos perdidos. Vale ¿Era un vuelo europeo o intercontinental?
El ejecutivo no responde. Su hielo se ha vuelto a derretir.
-Si era un vuelo nacional, tendrá que salir y acercarse a la terminal C.
El empleado lo lleva a través de puertas que dicen No pasar y lo deposita frente a unas casetas de migración. Según tu pasaporte, tienes que hacer una larga cola o ninguna. El ejecutivo constata que tiene el pasaporte que no hace colas. Sin soltar su vaso, pasa la caseta, y luego las bandas de equipaje. Para no llamar más la atención, se lleva una maleta roja con rueditas. Al franquear la puerta, hay mucha gente de muchos colores. Aquí sí, los recién llegados reciben muchos abrazos.
El ejecutivo arrastra su maleta roja a lo largo de dos terminales. En una de ellas se ve obligado a atravesar un muro de alemanes con bastones de alpinistas. Se siente enano entre ellos. Más adelante, sale al exterior por la puerta giratoria. Forma una cola -más larga que la de migraciones- y toma un taxi para cubrir los 300 metros que lo separan de la terminal C. Es la terminal más pequeña, y la banda de equipajes es accesible a los visitantes. El ejecutivo cruzar una puerta automática, la última de todo el aeropuerto.
Objetos perdidos. El ejecutivo se imagina un lugar donde guardan todo lo que desaparece en los aviones: libros, maletas, documentos, juguetes, recuerdos, abrigos, amantes, gafas, amigos, pelotas de fútbol, pasados, futuros. Deja su maleta roja girando en la banda de equipajes y se acerca al escritorio de un guardia.
-¿Puedo ayudarlo? -le pregunta el guardia.
El ejecutivo bebe el último sorbo, tira el vaso al basurero y se apoya en el escritorio. Sabe que ha llegado al final del trayecto.
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