Reciclar el joyero de la abuela
Carmen Mazarrasa crea piezas únicas con piedras preciosas, semipreciosas y chatarra
De las perlas de la abuela a una chapita de Heidi columpiándose sobre los Alpes. Las joyas de Carmen Mazarrasa huyen de los prejuicios con una singular dosis de humor y buen gusto. Las piedras preciosas o semipreciosas no pierden su sentido junto a la aparente chatarra. Más bien, lo ganan. Una esmeralda y un botón pueden ser buenos compañeros en un precioso collar en el que no falta un pendiente de los años cincuenta, una medalla antigua o la vieja esfera de un reloj roto. Carmen Mazarrasa se mueve con soltura entre la cultura del reciclaje y el respeto a la tradición joyera.
La diseñadora se mueve entre el reciclaje y la tradición joyera
Un Mickey Mouse de plástico cuelga de uno de sus collares
La textura importa, pero el instinto de la creadora se mueve más por el color
"Las joyas rompen barreras, facilitan la comunicación", afirma Mazarrasa
A sus 27 años, esta madrileña habla con claridad e inteligencia sobre la belleza que siempre desprende una buena joya. La vena infantil le sale sola: un Micky Mouse de plástico ("todos tenemos cajitas llenas de recuerdos") cuelga en uno de sus collares de la colección de piezas especiales.
Las joyas, explica la diseñadora, delatan nuestro estado de ánimo. Pueden ser objetos puramente sentimentales ("ésa es la visión masculina"); para lucir, para sentirse mejor ("con un collar se estira el cuello, se camina con el cuerpo más erguido") y, también, para jugar. "Para romper barreras, cuando llevas algo colgado la gente te toca. Las joyas facilitan la comunicación", afirma.
Mazarrasa es una mujer precoz. Empezó a trabajar cuando apenas era mayor de edad con Sybilla, fue madre con 22 años y montó con su actual socia, Laura, y un tercer socio del que se separaron, La Cuenta, un negocio pionero en nuestro país. Desde hace un mes tiene su propio negocio: la tienda Pensil Persea, donde también se realizan por encargo sus piezas exclusivas de bisutería y de reciclaje de bisutería antigua.
Al fondo del local, con aire a salón-costurero de abuela, están las oficinas donde pasa el día con su perro Corcho y las cajas llenas de cuentas, cordones de colores y piezas que compra en mercadillos de Madrid y París. Es una trabajadora incansable, dice, a la que sin embargo nunca le gustó estudiar. "Yo era una pésima estudiante. No es que no pudiera. Es que no me daba la gana. Me negaba a estudiar, no quería acabar ni a tiros. Pura cabezonería. No era ni descentrada, ni vaga, leía mucho, es que les tenía rabia a los estudios. Mis padres no perdieron la paciencia y tuvieron una respuesta bastante inteligente conmigo, sabían que me gustaba mucho la joyería y para estimularme me apuntaron en un curso. Así que me tiré la adolescencia sacando malas notas, aprendiendo las bases del oficio de joyero tradicional y cuidando niños para ganar dinero
La afición le viene de niña. Suele contar cómo con siete u ocho años cogió el joyero de su madre y lo desmontó de arriba abajo. Su madre -"ella es muy lista"- le regaló entonces una caja llena de cuentas y cuerdas para niñas y ella empezó a crear collares para su madre y sus amigas. "Algunas todavía guardan lo que les hacía. Eran los típicos collares de cría pequeña, pero tenían gracia".
Pronto se aburrió del joyero y empezó a mirar a su alrededor en busca de piezas originales: "Desmonté una televisión, mi hermano tenía uno de esos paneles de circuitos de electricidad en su cuarto y a mí me fascinaba. Así que desmonté una tele para utilizar los circuitos internos para hacer piezas. Los mezclaba con botones de nácar".
De los insectos con cristales y acero de su primera época pasó -después de un largo viaje por África- al trabajo con las cuentas de cristal de la antigua Checoslovaquia que compró en Malí. Hasta llegar, hace un año, a una serie limitada de 12 collares de piedras preciosas y semipreciosas para la joyería Grassi. Con los archivos de los viejos moldes de la casa, con gemelos, broches, sujetabilletes, perlas, esmeraldas, amatistas y oro, logró que modernidad y tradición fueran de la mano. La serie se agotó. "Fue una oportunidad que me dio Patricia Reznak, ella suele hacer exposiciones de joyas con artistas como Anthony Caro, pero quería hacer algo más fresco. Y pensó en mí".
Carmen Mazarrasa dice que sólo ve colores. Que la textura importa, pero que su instinto se mueve más por el color. "Lo que más me interesa es la joyería antigua, que los materiales sean preciosos o no importa menos. A veces trabajar con materiales menos nobles te da más libertad. A mí lo que me gusta es reinventar el joyero de la abuela. Si las joyas no se usan ¿para qué sirven? Para perderlas o para que las roben. La mejor vida que se le puede dar a una joya es ponérsela y sacarla del armario. Hay que perderles el respeto, vivirlas. Hoy en día te puedes poner lo que te dé la gana. Sólo eres lo que eres, y un collar de perlas no te convierte en una señora. Lo compones, lo reciclas y haces una pieza contemporánea en el mejor sentido de la palabra".
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