Luces y sombras navideñas
¿Que por qué las navidades se adelantan más cada año? Pues porque no hay un consumo más completo que el suyo. Si todo estuviera tan bien organizado como el consumo, el mundo funcionaría mejor. Mientras que en verano, por ejemplo, el fuerte está en el turismo y la ropa de baratillo de sudar y tirar, estas fiestas, aparte de los viajes, abarcan la alimentación más ostentosa y exagerada del año tanto en casa como en los restaurantes, llenos hasta la bandera. También, como atendiendo a una señal, a una palmada del director, los escaparates y perchas y mostradores de las tiendas se inundan de terciopelos, gasas, rasos y pedrería. En la televisión desfilan los cavas entre un bombardeo de perfumes con susurrante acento francés y la ciudad se llena de luces.
No seré yo quien diga que me deprime la Navidad, si bien no logro sentirla hasta el día de la lotería
La iluminación de Madrid levanta todos los años su pequeña polémica: que si es cara, que si su diseño no responde al espíritu navideño, que si emite a la atmósfera una cantidad exagerada del nocivo CO2. Por lo visto este año se encienden la friolera de nueve millones de bombillas en 150 puntos de la ciudad con la consiguiente alarma de que se iluminen tan pronto y que el consumo, ya de por sí elevado, no se ciña a las fechas estrictamente navideñas. También parece un poco precipitado que se haya instalado desde los primeros días de diciembre el belén de hielo más grande del mundo, ¡con lo que debe de costar que no se derrita! Ni que esto fuera Laponia. Pero no seré yo quien me ponga en plan protestón porque me gusta la Navidad, me reconforta la combinación de frío (a poder ser neblinoso) y la decoración de las calles y las luces y los regalos, sobre todo el envoltorio de los regalos con papeles tan brillantes y lujosos como la ropa de Nochevieja.
Por cierto, salir en Nochevieja es algo que dejé de hacer a los 25. Hasta entonces fue casi una obligación tener un plan, ponerme tacones y una ropa con la que pasaba bastante frío cuando llegaba el momento del regreso y tenía que buscar un taxi que nunca aparecía. Era tortuoso y horrible, pero si me quedaba en casa parecía que me estaba perdiendo algo importante. Acababa cansada y harta de tanta diversión ajena y entonces a alguien se le ocurría lo del chocolate y los churros, una tradición madrileña que no es ni más ni menos que un plus de agotamiento innecesario. Si no recuerdo mal, las nocheviejas de mi juventud fueron lamentables. Por eso en mi vida no hay nostalgia. Una vez creo que incluso me acerqué a la Puerta del Sol arrastrada por un grupo de progres, que quería hacer el tonto, y fue algo así como una pesadilla, sobre todo porque me esforzaba mucho en pasármelo bien. Por no hablar del día de Año Nuevo que también tenía lo suyo: calles desiertas, restaurantes, quioscos, bares, todo tipo de comercios cerrados. Era el día después y sólo los cines estaban abiertos, más o menos como ahora, pero ahora me lo monto mejor y aprovecho para darme una buena caminata por calles dormidas, vacías, recogidas. Entonces iba a algún cine abarrotado a sentarme en primera fila porque la casa se nos caía encima y había que hacer algo.
Sin embargo, no seré yo quien diga que me deprime la Navidad, si bien no logro sentirla hasta el día de la lotería, el 22 de diciembre. Hasta ese momento todos los adornos tienen aire postizo, impostado, anacrónico. Un belén fuera de su tiempo no tiene razón de ser, como tampoco el mazapán y el turrón, ni el árbol. La puesta del árbol se ha simplificado mucho, ya no hay que salir al bosque a cortar un abeto de verdad, ni hay que estar horas adornándolo con miles de bolas y tiras doradas y plateadas; los hay plegables con fibras ópticas que cambian de color, que dan el pego perfectamente, y además tienen la ventaja añadida de que luego no tenemos que ver cómo amarillean, se secan y se les caen las hojas y desde luego no tenemos que arrastrarlo hasta el contenedor. Claro que de eso a los belenes virtuales proyectados en las fachadas de las iglesias, como he leído que se piensa hacer este año va un abismo. El belén no puede ser virtual, porque precisamente el pesebre, el castillo, los pastores, los reyes, el oasis y la arena del desierto junto al musgo y los copos de nieve es la representación material de una creencia que en sí misma ya es una ilusión de realidad, por eso en estas fiestas todo ha de ser concreto: la comida, la bebida, la diversión, el aburrimiento y las figuritas del belén.
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