La mano de obra roja de Franco
Fueron condenados a muerte, pero el régimen 'perdonó' a los más sanos para que reconstruyeran el país - La Ley de Memoria los reconoce como víctimas
Milagros Montoya señala un montón de piedras colocadas de forma extraña, intencionada, en mitad de una ladera. Las reconoce enseguida: "Esta era mi casa". "¡Aquí vivía yo!, insiste. La vivienda está a pocos metros del antiguo destacamento penal de Bustarviejo (Madrid), un campo de trabajo donde fueron a parar cerca de 1.000 presos, la mayoría republicanos, entre 1944 y 1952. El régimen les había condenado a muerte, pero Franco les necesitaba para reconstruir el país tras la guerra. Llegaban de cárceles de toda España, y detrás de ellos, sus familias.
"Nos mudamos aquí para poder estar cerca de mi padre, porque nosotros vivíamos en Campo de Criptana, en Ciudad Real, pero había muchas más chabolas, por lo menos, 12. Nadie podía pagarse una casa de alquiler y en cada piedra hueca vivía una familia. La nuestra ha aguantado más porque la construyó mi padre en un permiso. Era muy buen albañil", explica Milagros, orgullosa. "Le habían conmutado la pena de muerte por 30 años de cárcel para venirse aquí. Siempre decía que en Bustarviejo había vuelto a nacer porque si lo querían para trabajar, no le iban a matar".
Las familias vivían en chabolas de piedra para estar cerca de sus presos
Milagros, que 64 años después sigue viviendo en Bustarviejo, no había vuelto por el destacamento, ni por su antigua casa, pero enseguida descubre que no ha olvidado un detalle: "Esto era la puerta, ahí iba un camastro donde dormíamos mi madre y yo, el techo lo tapábamos con matorrales", dice desde el interior de las piedras tratando de dibujar en el aire, como un mimo. La falda de la montaña está estampada de piedras amontonadas, restos de otras casas de otras familias. "Sólo había mujeres y niños", recuerda Milagros.
Los maridos, los padres, los presos, vivían justo enfrente, en el destacamento. "Cuando nací, mi padre ya estaba preso. Lo vi por primera vez a los cinco años", recuerda Antonio Sin, de 69, hijo de otro de los presos que acabaron en Bustarviejo después de haber estado condenado a muerte. "Éramos de Colunga (Huesca) y hasta que nos pudimos alquilar una casa en el pueblo, pasábamos los veranos y las Navidades en las chabolitas enfrente del destacamento. Estuvimos en Bustarviejo hasta que cumplí los 16. Mi madre, que era maestra, solía darles clases a los hijos de los otros presos".
La reciente Ley de Memoria histórica ha indemnizado por primera vez a los presos de los campos de trabajo, excluidos en 1990 de otra ley que indemnizó sólo a presos recluidos en cárceles. Ahora se les conceden 6.000 euros, pero sólo a los que estuvieron tres años como mínimo en algún campo de trabajo.
Cerca de 6.000 presos de distintos destacamentos de la zona trabajaron en las obras del ferrocarril de Madrid-Burgos. Socavaron túneles, levantaron viaductos, construyeron estaciones y tendieron vías. Por cada día de trabajo le descontaban otro de condena. Los contratistas y las industrias que empleaban esta mano de obra debían abonar a la Jefatura del Servicio Nacional de Prisiones el salario íntegro que correspondería pagar por su trabajo a un obrero libre, unas 14 pesetas al día, pero de ahí, Prisiones se quedaba con 1,50 por la manutención del preso, que se llevaba cincuenta céntimos para sus gastos. Si estaba casado "legítimamente" (por la iglesia) a su esposa le daban dos pesetas al día y otras dos por cada hijo menor de 15 años. El resto del salario del preso se ingresaba en la Hacienda estatal.
"El patronato de redención de penas por el trabajo se convirtió en uno de los más eficaces instrumentos del régimen para mantener en funcionamiento su sistema represivo", explica Juanjo Olaizola, director del Museo Vasco del ferrocarril y experto en trabajos forzados en estructuras ferroviarias. "Permitió disponer de una mano de obra que en caso contrario hubiese permanecido ociosa en cárceles y campos de concentración, al tiempo que los jugosos excedentes que generaban los jornales de los presos y que eran ingresados en la Hacienda estatal, producían los recursos económicos necesarios para financiar la maquinaria represiva e incluso aportar lucrativos excedentes a las arruinadas arcas del Estado".
Los destacamentos penales se ubicaron siempre cerca de las grandes obras y eran los propios patrones de las empresas adjudicatarias los que acudían a las prisiones a seleccionar al personal: los más sanos, los más fuertes. Al quedar libres, muchos de los presos siguieron trabajando para la misma obra y la misma empresa porque en sus condenas siempre iba añadido el exilio. "Eran los libertos. No podían volver a su entorno y seguían en la obra. El hijo de un preso del destacamento de Bermeo me contó una vez que nunca tuvo claro cuándo su padre había dejado de ser preso", añade Olaizola. Así lo hicieron también los padres de Milagros Montoya y Antonio Sin en Bustarviejo.
Un equipo de arqueólogos liderado por Alfredo Rubial intenta ahora reconstruir la vida de este campo de trabajo a través de los restos bajo los edificios. Es la primera vez que en España se hace un análisis arqueológico de un campo de concentración. El alcalde de Bustarviejo, José Manuel Fernández (IU), está ilusionado con la idea de convertirlo en un museo de la Memoria.
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