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Columna
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PISA

El informe PISA está inclinado. Los malos resultados de los alumnos españoles, y sobre todo andaluces, han alarmado a la sociedad. Columnistas, tertulianos, políticos, padres de familia, hacen piruetas sobre la incapacidad de los colegiales de 15 años a la hora de comprender un texto. Bienvenida sea la alarma, si de ella nace una preocupación que rompa con la irresponsable alegría de los pedagogos y las autoridades cuando explican sus reformas y los presupuestos destinados a la enseñanza. Pero si de verdad queremos meditar sobre el futuro de la educación, sería conveniente que valorásemos algunos detalles. Por ejemplo, deberíamos advertir que las pruebas sobre calidad sirven más que nada para establecer un modelo de calidad. El informe PISA se regula desde los intereses de la OCDE, y sus pretensiones sobre la educación soportan un marcado carácter economicista. Las leyes del mercado no deben ser un horizonte único en la formación de los individuos, a no ser que se quiera apostar por la moral de la hormiga y envidiar en serio a países como Hong Kong, Taiwan, Japón y Corea, grandes triunfadoras, junto a la anecdótica Finlandia, del informe PISA. Nuestro sistema escolar sufre muchas debilidades, pero más vale que en vez de preguntar a los expertos de la OCDE, hagamos caso a lo que llevan años diciendo nuestros profesores. La situación de la enseñanza pública en Andalucía y en España es un desastre, lo que no puede extrañar cuando sus humildes presupuestos se diluyen en una privilegiada trama de financiación a la Iglesia Católica gracias a las subvenciones de los colegios concertados. En un momento histórico complejo, con la llegada masiva de inmigrantes, las declaraciones de buena voluntad en favor de la integración no se acompañan con las inversiones que necesita el sistema público educativo. Cubrir una baja resulta una verdadera hazaña.

Achacar los defectos actuales a la herencia del franquismo, no parece legítimo. La liquidación de los espacios públicos es un mal que afecta a nuestra democracia. Las reformas educativas participan de esa liquidación. Los gobiernos conservadores han favorecido la creación de centros privados y han confundido la calidad con el adoctrinamiento de los alumnos en las banderas sagradas del catolicismo y el nacionalismo español. Los gobiernos progresistas han elaborado una curiosa idea del progreso, desautorizando la autoridad pública de unos profesores mal pagados y creyendo que la libertad se basa en el costumbrismo regionalista y en la rebaja de los niveles de conocimiento. En nada ayuda una definición de la libertad que se identifica con la capacidad privada, en vez de con las reglas de un espacio público que permita la vida democrática en común, gracias a un exigente marco de derechos y deberes. Rompimos con el autoritarismo del franquismo sin ser capaces de formular una moral pública alternativa. Ésa es la enfermedad que padece nuestra enseñanza, y no hace falta que venga a decírnoslo el informe inclinado de PISA. Lo peor es que el vacío escolar se llena con otras formas de socialización. Tal vez alguno de ustedes se haya visto en la obligación de llevar a sus hijos al cine para ver La brújula dorada. Como ya ocurría con Harry Potter, un colegio de niños intrépidos y profesores doloridos se enfrenta al Estado, exponente de todo mal. La niña elegida, no por su talento, sino por herencia, será la encargada de liderar una violentísima guerra por la libertad, es decir, contra el Estado. La película no lo cuenta, pero es de suponer que de mayor, y si gana la guerra, la niña se especializará en reformas pedagógicas que acaben con la literatura, la historia y la filosofía para favorecer la creación técnica de mundos paralelos y realidades virtuales. El éxito de la película entre los padres de familia no invita al optimismo. Así que PISA morena, pisa con garbo.

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