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Columna
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Magdalena tenía un precio

Últimos viajeros llegados de A Coruña y de Bilbao han confirmado que los votos prestados por los diputados de Bloque Nacionalista Gallego y del Partido Nacionalista Vasco para impedir la reprobación parlamentaria de la ministra de Fomento han sido retribuidos por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en forma de transferencias e inversiones varias en Galicia y de autorizaciones para la puesta en marcha del banco público que ambicionaban ciertas autoridades de Euskadi junto a la aceptación por el grupo del PSE del presupuesto de la autonomía en el Parlamento vasco. O sea, que Magdalena tenía un precio, que su mantenimiento a flote, sin tacha de reprobación alguna, obligó a convenir determinados pagos en metálico o en especie. Claro que disponer en beneficio propio de bienes que son de todos es un proceder en su día denostado por los actuales titulares del Gobierno cuando quienes lo empleaban eran sus predecesores del Partido Popular, en especial durante la primera legislatura de Aznar (1996 a 2000), tan necesitada de apoyos a su mayoría minoritaria, con escaños contados que tantas veces resultaban insuficientes.

Exigir la dimisión es una gesticulación del todo contraproducente

Recordemos que los intentos de reprobar a Magdalena Álvarez traen causa de los problemas surgidos en las obras del AVE a Barcelona y de su repercusión sobre las líneas férreas de cercanías, con origen o destino en la Ciudad Condal. En respuesta al malestar indignado de los usuarios, algunos partidos políticos se propusieron plantear en el Congreso la reprobación de la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, en cuya área de responsabilidad se inscribe el citado proyecto. Se trataba de un intento de mera esgrima parlamentaria porque cualquiera que hubiera sido el resultado de la votación, habría carecido de consecuencias efectivas, más allá del malestar momentáneo que una derrota en el Pleno acarrea siempre al presidente del Gobierno. La pretensión de exigir la dimisión o de reclamar el cese, forma parte del capítulo de meras gesticulaciones del todo contraproducentes porque tenemos comprobado que nada hay más seguro para atornillar la permanencia de un ministro en el Gabinete que proclamar el empeño en que dimita o sea destituido.

Incluso cuando la ineficiencia de un ministro se ha probado clamorosa y su relevo está preparado para fechas inmediatas, el proceso tiende a bloquearse si arrecian las peticiones para su destitución porque el poder tiene sus reglas fijas y la primera viene a ser la de no dejarse avasallar. Quienes están en la cúspide del poder político se adhieren a la máxima ignaciana según la cual en tiempo de tribulación no hacer mudanza, propenden a considerar que el apetito viene comiendo y temen que las cesiones enardezcan a los reclamantes, multipliquen sus exigencias e impulsen una escalada insaciable. Otra cosa es que, pese a lo avanzado de la competición, como se diría en términos de periodismo deportivo, falte por ensayar la inversión de la fórmula acostumbrada e ignoremos todavía qué resultado obtendría el partido político que optara por advertir con toda severidad al presidente del Gobierno en sentido contrario para que de ninguna manera se sirviera de ese recurso demasiado fácil de soltar lastre y procediera a inmolar al malquerido titular de una cartera, como si con ese exorcismo ventajista de la destitución le fuera dado eludir en adelante las responsabilidades indeclinables del caso, que sólo a él le afectan.

En la lógica política más elemental estaba que el presidente Zapatero quisiera salvar la votación planteada en torno a la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez. Pero las cifras de diputados disciplinados, a favor y en contra de la reprobación, se presentaban de antemano muy reñidas porque algunos de los socios que han cerrado filas en el acompañamiento de los socialistas durante la actual legislatura, como los diputados de ERC y otros, habían ya adelantado su deserción. De ahí la oportunidad que se abría a algunos desinteresados en la cuestión, como era el caso de los diputados gallegos del BNG y vascos del PNV, colocados en una situación magnífica para elevar el precio de su adhesión, actitud disponible que, conforme pasaban los días, el Gobierno consideraba cada vez más preciosa. Puede que nadie supiera en el Tercio quién era aquel legionario tan audaz y temerario, pero en el Congreso todos sabíamos que el resultado era inocuo salvo por su simbolismo.

¿No hubiera sido un timbre de honor para Zapatero demostrar su preferencia por el mantenimiento de la actual composición del Gobierno, sin alterarlo pese a la declaración de réprobos que pudiera asignarles el Congreso en lugar de pagar el precio exigido para impedirlo? Veremos.

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